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Flota la pregunta de si la ambigua e imprudente entrevista dada por el fiscal electoral Santiago Nieto al diario Reforma alcanzaba para su torpe y precipitada destitución. Para los analistas pro-gobiernistas desde luego que sí; para los demás no está tan claro. Pero el gobierno se salió con la suya. El asunto sugiere la gravedad del caso Odebrecht, cuyo alcance probablemente no queda en Emilio Lozoya, sino más arriba. El costo de que un fiscal electoral que ha mostrado suficiente autonomía llegara al fondo de esa investigación sería seguramente mayor que el de despedirlo con un pretexto menor. El resultado es el debilitamiento de la FEPADE (de por sí débil e irrelevante), que se agrega a la timidez del INE (dirigido por bancadas partidistas) y la clara parcialidad que han mostrado los nuevos magistrados del TEPJF. Todo lo cual sugiere la determinación del gobierno y su partido de arrebatar la elección presidencial por las buenas, las malas o como sea, como ocurrió en el Edomex. No importa ya guardar las formas, simular los atropellos o fingir apego a las reglas; lo que importa es ganar. ¿Por qué tanto apremio en ello? No sólo por la natural ambición de poder de todo partido, sino por la preocupación del actual gobierno de ser llamados a cuentas en caso de que la oposición (sea el Frente o López Obrador) llegue al poder y destape la cloaca en que seguramente está metido. Por lo cual se abre un horizonte nublado en 2018.
Hay similitudes y diferencias con otras elecciones recientes. Me recuerda un tanto a 1988, pese a los avances logrados en materia electoral. En esos años el gobierno no aceptó reconocer un triunfo del PAN en Chihuahua (1986), radicalizando a ese partido en contra del PRI en la elección presidencial. Al mismo tiempo, la izquierda se fortaleció con la ruptura del PRI y con la salida de Cuauhtémoc Cárdenas. En la elección, el PRI se vio con un triunfo forzado sin credibilidad y confrontado por el bloque PAN-FDN. Ahora, el PRI no quiso reconocer lo que pudo haber sido un triunfo panista en Coahuila, lo que hubiera moderado al PAN, y la contienda en la primera ronda de facto entre ambos partidos hubiera sido más tersa. Al no ocurrir así, una forzada victoria del PRI enfrentará seguramente el desconocimiento y la movilización de toda la oposición (Morena y Frente Ciudadano). En contraste, en 1994 el gobierno había aceptado varios triunfos del PAN, el cual se presentó a la elección en términos amistosos y moderados, levantando incluso la mano al candidato del PRI (como ocurrió también en 2012).
La elección de 2000 contrasta fuertemente con la de ahora. El hartazgo ciudadano con el régimen había llegado a un extremo que exigía una válvula de escape. El presidente Zedillo entendió durante el proceso de 1994 —cuando la estabilidad política estuvo en riesgo y, por lo mismo, se desató una grave crisis económica— que el país no resistiría un nuevo y forzado triunfo del PRI en 2000. De haberlo habido, probablemente la estabilidad tanto política como económica se habría afectado más gravemente aún que en 1994. Zedillo flexibilizó el sistema y aceptó la alternancia. Ahora parece resurgir el hartazgo ciudadano tras la decepción de los gobiernos del PAN y la rampante y descarada corrupción priísta. Un triunfo forzado del PRI podría ser tan riesgoso como en 2000. Pero a diferencia de Zedillo, Peña Nieto no parece consciente del riesgo. O bien, sabiéndolo, considera un riesgo mayor la alternancia, pues su libertad podría estar en riesgo por la larga cola que probablemente arrastra (a diferencia de Zedillo). Eso pondría en riesgo la estabilidad, tanto política como económica del país, en caso de concretarse ese forzado e inverosímil triunfo del PRI que reproduzca lo que se vio en el Estado de México. Tan delicada situación se combinaría con el desconocimiento conjunto de la oposición de derecha e izquierda a esa eventual victoria pírrica del PRI, como sucedió en 1988 (pero ahora con un régimen más frágil que el vigente entonces). Escenario poco alentador, pero no descartable.
Analista Político.
@JACrespo1