EEl próximo miércoles se cumple el 105 aniversario luctuoso de Justo Sierra, quien fuera el fundador de la Universidad Nacional de México, el primer promotor y defensor del derecho a la educación pública, el Maestro de América y también reconocido por ser el constructor del espíritu nacional.

A más de cien años de su partida, me pregunto qué diría el Maestro Sierra, si tuviera la oportunidad de regresar al México del siglo XXI y leyera los periódicos nacionales para enterarse que muchas de sus ideas políticas lograron entrar como letra muerta en la Constitución de 1917, que muchas de sus preocupaciones, siguen intactas y en algunos casos, la situación de adversidad que diagnóstico sobre nuestros males nacionales, ha empeorado a grado tal, que un número importante de familias de diversas latitudes de nuestra geografía, han optado por abandonar su tierra y su gente ante la falta de oportunidades y el incremento de la violencia que se ha vuelto una de las grandes calamidades del país.

El hombre de Estado que pensó que se podrían remontar las adversidades de México por medio de la educación, se daría cuenta que no ha sido así. En primer lugar, porque no hemos tenido una buena instrucción pública, ni se ha logrado universalizar este derecho en calidad ni en cantidad. Oaxaca es un buen botón de muestra, pero también Chiapas, Michoacán y otros Estados que tienen que lidiar a diario con un sindicato que representa la antítesis de la educación.

Sí lo imagino leyendo con asombro y preocupación la sección nacional. Tal vez, más con molestia e indignación sobre los temas que se derivan de la reforma educativa, de la elección presidencial, de la reciente crisis del Congreso para que se instalará la mesa directiva de la Cámara de Diputados, del sistema de justicia que no logra dar seguridad ni certeza a los que menos tienen, de la designación del próximo Fiscal General en caso de no contar con autonomía efectiva, y por supuesto de la corrupción e impunidad desbordada que se asoma en todos los órdenes de gobierno. Presupongo esta reacción, por los escritos que publicó con gran éxito sobre diversas materias de la agenda pública relacionadas con la democracia, la justicia y la educación pública.

Creo que de la reforma educativa cuestionaría en primer término el amplio texto que se redactó para el artículo 3 constitucional y que tiene por objeto reconocer para el Estado su derecho a ejercer la rectoría en la materia, así como garantizar la calidad de la educación, por medio de leyes y políticas que estimulan el trabajo docente por méritos y conocimientos. Nada en contra de que esto sea una realidad, pero creo que no compartiría la idea de que el Estado asuma obligaciones casi imposibles de cumplir, sobre todo cuando hay realidades sociales que superan las buenas intenciones de la ley. Era un positivista de grandes convicciones, pero también un gran realista.

Sobre el tema de los desencuentros políticos dentro del Congreso, creo que volvería a insistir en la necesidad de que se impulse una reforma institucional que posibilite el establecimiento de un nuevo acuerdo en donde los poderes ejecutivo y legislativo, cuenten con mejores mecanismos de coordinación, comunicación y complementación bajo el principio de división de poderes que debe prevalecer en nuestra democracia.

Pienso que dejaría para una reflexión final el tema de la justicia, el mismo sobre el que identificó el gran reto por vencer, porque está acompañado de una larga inercia de factores que impiden hacer más civilizada nuestra convivencia por medio del respeto a la ley. Lo imagino frunciendo el ceño, aún más de lo normal, cuando se enterará que algunas universidades públicas se prestaron a ser intermediarias y cómplices de una operación fraudulenta por la cantidad de 7 mil millones de pesos. Lo imagino repitiendo una y otra vez, el pueblo tiene hambre y sed de justicia. ¿Hasta cuándo?

Académico por la UNAM

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