Alrededor del mundo se prende el semáforo amarillo, y en algunos casos rojo, que avisa de la reacción autoritaria contra el cambio democrático. La globalización y la democratización del espacio público han producido anticuerpos: el miedo al otro, a lo desconocido; la carga de la culpa de desplazados económicos arrojada a los integrados sin ver la viga en el ojo de las élites, de las que finalmente se reivindica lo peor: Trump, Orban, Maduro, Duda, Netanyahu, Conte, Putin, Ping, Temer y un largo etcétera que va creciendo (con las honrosas excepciones de Trudeau, Merkel, Macron, Sánchez y otros pocos que van quedando). Lo que distingue a los personajes es el rechazo o el apego a la democracia liberal y representativa. Su manera de referirse a sus conciudadanos es un criterio que los diferencia radicalmente. Los pastores autoritarios buscan subyugarlos, sobajarlos, hacerles ver que sin ellos están equivocados, así prometan las nuevas eras que anidan en su imaginación. Los demócratas reconocen a los ciudadanos como interlocutores principales y se rinden a ellos, aunque les pese, cuando sus errores o las circunstancias los desacreditan. Entonces se van, mientras que aquellos permanecen.

Después de décadas de aumento del número de gobiernos democráticos en el mundo, desde la Guerra Fría hasta la caída del Muro de Berlín, la decepción, el desapego, la incredulidad, el cansancio, el hartazgo arrastran a muchos a la intolerancia, a preferir el cierre de los espacios abiertos para que en ellos no se paren las moscas. Y éstas, pocas en un principio, van cubriendo con sus heces de corrupción e impunidad a todo lo que huela a desviación de una horma imaginaria. Los insectos corrompidos escandalizan a los creyentes que, ilusos, se refugian en credos que pretenden abarcar todo, ser mantos de protección, blindajes contra lo incomprensible y, así, remansar las agitadas aguas de un mundo globalizado que aparentemente ofrece más incertidumbres que oportunidades. Los grandes ganadores son los que medran del poder encaramados sobre sus víctimas; los perdedores son los ciudadanos.

Las figuras centrales de la democracia representativa, los ciudadanos y su juicio sobre los asuntos comunes, pierden terreno frente a la oveja pastoreada por las regresiones utópicas a los oráculos político-religiosos. Mientras que el ciudadano se obliga a razonar su opinión para tener licencia de intervenir en los asuntos públicos, la masa cree y obedece. En política, creer y obedecer se siguen lo uno a lo otro, salvo que medie el pensamiento crítico. Este es el gran ausente en la mayor parte de las democracias nuevas y algunas de las antiguas.

Puede refutarse el argumento con la vulgaridad consabida de que la mayoría no piensa, piensa poco o piensa mal y que, por consiguiente, necesita la guía de iluminados que la rescaten de la precariedad mental. No es verdad: lo que se necesita es que el aparato cultural y comunicativo se enderece para facilitar la deliberación y la conciencia crítica. Ambos son pilares de sociedades autoconstruidas, no dejadas al azar de la casualidad o el capricho de los poderosos. La más genuina de las inconformidades con las instituciones y los actores políticos es que estos se han servido de las primeras para beneficiarse a costa de quienes la sostenemos. Ese orden es inaceptable y, por lo tanto, el rechazo es el índice con el que debe señalarse el cambio, no en dirección unívoca, sino múltiple y plural. Acaso no hay algo más incómodo, hasta insoportable, que atender a lo que dice el otro, los otros. Sin embargo, si hemos de reconstruir el edificio de la convivencia democrática, hay que aprender esa disciplina, la esencia del ciudadano crítico.

Director de Flacso en México.
@ pacovaldesu

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