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Los cárteles del narcotráfico tienen dominio territorial de diversa magnitud en 19 estados de la República y en la Ciudad de México. A esto se suman evidencias de penetración en negocios como la trata de personas, el tráfico de migrantes, secuestro, robo y asalto en ciudades y caminos del país. La situación es insoportable y, aun así, las reacciones de todos o casi todos los gobiernos es minimizar estos hechos y hacerse de la vista gorda. Lo cierto es que la ingobernabilidad aumenta y la causa es simple y sencilla: el Estado mexicano ha perdido control de partes del territorio y del monopolio de la violencia. Ahora tiene competidores que elevan considerablemente el costo de recuperarlo y exhiben la carencia de medios, políticas y recursos para someterlos.
En los últimos meses se ha agravado la combinación de estas presencias mortíferas, y la ominosa ineficacia de las autoridades se ha mostrado al desnudo y llevado el desprestigio a un grado pocas veces observado. El gobierno de la Ciudad y de las delegaciones ha dejado de actuar a la espera de las nuevas autoridades, abandonando a la ciudadanía a su suerte y en un caos donde se mezclan la mayor desconfianza jamás vista, la actuación de la delincuencia a pleno sol y un sistema de protección y justicia completamente inútil, inerme y complaciente con ese estado de cosas. La sucesión cotidiana de hechos de sangre y violencia en todas sus manifestaciones se ha extendido a lo largo y ancho de la geografía nacional. El Inegi ha revelado un dato escalofriante: 25.4 millones de adultos fueron víctimas de delitos en 2017, sobre todo, robo o asalto en la vía pública y el transporte colectivo (EL UNIVERSAL 25/09/18). Cifra histórica. Se ha instalado una tiranía dispersa que se impone sembrando el miedo entre la población que no tiene más remedio que protegerse como pueda. La mayor parte de la ciudadanía está convencida de que de nada sirve recurrir a la policía o al Ministerio Público, no pocas veces coludidos con los criminales. Agravios públicos que convalidan la impunidad e invitan a la reincidencia: 1) el juez a cargo condena a Javier Duarte a nueve años de prisión (le quedan 7 y medio) y le quitan una bicoca, pues la PGR solo acreditó la punta del iceberg de sus activos, 2) el juez a cargo deja en libertad “por falta de elementos” a ocho miembros de Guerreros Unidos que confesaron haber participado en el crimen de Ayotzinapa, 3) el Tercer Tribunal Unitario Penal deja libre a Alejandro Gutiérrez en Chihuahua. Y estos actos se repiten diariamente. El Estado de Derecho está en bancarrota y con él la democracia constitucional.
El miedo conduce a la disyuntiva de someterse o poner la vida en riesgo. Vivimos un estado de guerra en la más cruda vena hobbesiana. Le acompaña la resignación general y la instauración de un despotismo social que desplaza al Estado o se enzarza en él como muérdago que se traga la floresta. Atestiguamos el reemplazo y la neutralización de la autoridad legítima por una espuria, que se impone capturando instituciones y sembrando cadáveres y espanto. Hace dos semanas el país vio en la televisión el dramático reclamo de madres y padres de desaparecidos ante el presidente electo y miembros de su equipo. El dolor, la desesperación y hasta el desmayo colmaron el recinto donde Andrés Manuel López Obrador enmudeció por el sufrimiento expuesto a gritos.
Durante tres décadas la descomposición de la seguridad pública ha acompañado a la democratización del acceso al poder político. A medida que empeora, las autoridades no atinan a revertir el crecimiento de la criminalidad. Podemos suponer una hipótesis truculenta: les interesa un comino hacer frente al crimen; sus prioridades están en otro lado que no es el interés de los ciudadanos. La democracia enfrenta el grave riesgo de degradarse aún más a causa de la ineficiencia, la injusticia y la inestabilidad que emanan de las instituciones. Si no se atina a encontrar el hilo rojo para reconstruir la seguridad interna, crecerá el clamor por la mano dura que impondrá el control autoritario.
Académico de la UNAM