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“Jale es jale y hay que ponerle, aquí y en China; yo no me agüito ¿por qué iba a agüitarme?”. Nacido en ciudad Juárez, Ramón es uno de tantos obreros que construyen un nuevo muro entre México y Estados Unidos, sin remordimiento o preocupación. “Si no lo hacemos nosotros, alguien más lo va a hacer. Ni Trump ni el patrón pagan bien, pero hay que seguir dándole”, añade el joven albañil.
La obra se lleva a cabo en el lado estadounidense. Es la zona limítrofe entre Anapra, una de las colonias más pobres de Juárez, Chihuahua, y Sunland, Nuevo México, que en contraste es un suburbio residencial de lujo de la zona metropolitana de El Paso, aunque esta ciudad se ubica en el estado de Texas.
Este nuevo muro no es el que tanto ha promovido el presidente de la vecina nación, Donald Trump. Su construcción comenzó en mayo de 2016 y en realidad se trata de una renovación, pues en esta parte de la frontera había una malla de unos tres metros de altura, fácil de penetrar para ingresar a territorio estadounidense.
Ahora, cuadrillas de trabajadores, conformadas por mexicanos o hijos de éstos que radican legalmente en EU, sustituyen la vieja malla por unas barras de metal de unos seis metros de altura, cubiertas de lámina en la parte superior.
En la frontera de Chihuahua con Texas y Nuevo México, que abarca unos 715 kilómetros, hay zonas en las que no existe barrera que impida pasar de una nación a otra: unos tramos tienen malla; otros, el nuevo muro, y la mayor del territorio está dividido sólo por el Río Bravo.
Negocio legal e ilegal
Es el desierto de Chihuahua y, aunque es invierno, los días son calurosos bajo el inclemente sol y se resiente aún más cuando se solda acero, bate cemento, se fijan varillas o se acomodan pesadas vigas de fierro puro.
Los trabajadores que levantan el muro en la frontera no tienen posibilidad alguna de comprar un refresco o golosina: la tienda más cercana está a unos dos kilómetros.
Pero Luis y sus amigos esto es la salvación: son estudiantes de secundaria, vecinos de Anapra que acuden todos los días a emplearse como mandaderos de los albañiles “gringos”.
“Me piden mucho gatorades y powerades”, comenta el joven de 13 años, quien tras su jornada en la escuela se acerca al muro para levantar pedidos y correr a los abarrotes que están a menos de 100 metros, en el lado mexicano.
Aunque en pequeño, finalmente se trata de comercio ilegal, ya que Luis entrega todo por espacios abiertos entre el muro o la nueva edificación, pero a los “migras” que cuidan la zona parece no importarles, ante ellos pasa todo y ni siquiera se inmutan.
Cada día representa para Luis unos 20 dólares en propinas, alrededor de 400 pesos al tipo de cambio actual. “Me dan unos cinco dólares cada vez que voy por algo y son como tres o cuatro viajes por tarde”, revela el estudiante.
Luis y sus amigos no son los únicos que han visto un buen negocio en la renovación del muro en la frontera.
“Se roban como mil dólares al día”, dice un supervisor de cuadrilla, quien pidió reservar su identidad. Cada noche desde el lado mexicano se desmantela parte de la construcción del nuevo muro. Los saqueadores se llevan principalmente varilla, alambre, tornillos, clavo y fierro sin que las autoridades estadounidenses puedan hacer algo, ya que al estar en territorio de México no pueden arrestarlos, pero la policía mexicana tampoco puede actuar porque el material robado es de “fuera del país”.
Además, la oscuridad los hace prácticamente indetectables. “No está bien, pero si a la gente le ayuda, que se lo robe y yaa que los primos [Estados Unidos] paguen. El Trump dijo que México iba a pagar por el muro, pero se me hace que aquí se lo están chingando”, dice Luis.
“No pasan porque no quieren”
A 62 kilómetros al este de Juárez, un cúmulo de lodo separa la tierra de la bandera con barras y estrellas de la que tiene un águila devorando a una serpiente. Es el Río Bravo prácticamente seco.
Para llegar al lado estadounidense sólo se tiene que caminar 15 metros entre jarillas y algunos charcos. Basta con esperar a que pase la patrulla fronteriza, dejar que transcurran unos minutos y el terreno está libre, la border patrol no regresará hasta dentro de casi una hora.
“Por aquí no cruza el que no quiere. No entiendo por qué hay gente que se va por el desierto de Sonora; allá se andan muriendo y por aquí no tiene mayor ciencia”, comenta una mujer en Práxedis, una comunidad aledaña a Ciudad Juárez.
Esta región, conocida como el Valle de Juárez, por años ha sido disputada por bandas del crimen organizado, precisamente por lo fácil que es pasar entre países, lo que convierte al lugar en un paraíso para el trasiego de drogas.
A diferencia de otras latitudes, de los dos lados hay poblados y a un kilómetro y medio de la línea divisoria cruza la autopista interestatal 10, lo que garantiza a los indocumentados internarse rápidamente en tierras estadounidenses.
Sin rejas
Llegar a lo que algún día fue territorio de México, pero que por el tratado Guadalupe Hidalgo pasó a formar parte de EU en 1848, es simple: sólo hay que caminar hacia el norte.
Es la zona de Las Chepas, uno de los principales puntos de ingreso de indocumentados a la vecina nación, ubicado a unos 100 kilómetros al oeste de Juárez, Josefa Ortiz de Domínguez —nombre oficial del pequeño poblado— ha subsistido del turismo de migrantes por años: se mantiene de la gente que llega de todo México y Centroamérica y aprovecha que no hay ninguna división entre ambas naciones.
El viaje es costoso y arriesgado; y aunque es fácil pasar al otro lado de la frontera, no hay poblados, así que se deben caminar largas travesías por el desierto. La ciudad más próxima es Deming, Nuevo México, a 55 kilómetros.
Los polleros cobran desde 200 hasta mil 500 dólares, según lo lejos que quieran llegar.
Al caer la noche
Es la calle Isla de Sacrificios, una de las últimas de la periferia de Juárez. Los vecinos de Anapra viven a unos 15 metros de EU. En unos meses habrá un alto muro, pero a la fecha sigue la malla ciclónica como única división internacional.
Durante el día es una típica colonia popular de Juárez. No hay pavimento, todo es polvo. Algunas casas son muy humildes y contrastan con otras de dos pisos, de altas bardas y hasta chimenea. Según cuentan los residentes, en esas mansiones vivieron capos del narcotráfico, pero las dejaron tras huir, porque están en la cárcel o porque los mataron sus rivales.
Al caer la noche llegan indocumentadoscon rumbo a El Paso, Texas. A simple vista no se nota, pero la malla está plagada de incisiones por las que apenas cabe una persona.
El servicio del pollero consiste en guiar al migrante hasta una de las aberturas y luego avisarle del momento oportuno para internarse. Conocen a la perfección la rutina de las patrullas y motos de la border patrol; y aunque éstos cambian frecuentemente sus patrones, en unos cuantos días ya están de nuevo identificados.
Por 100 pesos, los migrantes comienzan con el primer paso del “sueño americano”. Deben ser lo suficientemente rápidos para correr unos 400 metros y poder perderse entre las primeras casas que hay al otro lado.
“Que pongan muros, vamos a pasar por arriba, por abajo, por donde sea. Y si queremos, dejamos de pasar aunque nos abran la aduana”, comenta entre risas uno de los constructores del muro, asumiéndose como mexicano indocumentado, a pesar de contar con visa de residencia en los Estados Unidos.