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El sol ataca, hay muchas tiendas de campaña, ropa colgada, olor a grasa. El techo del hotel es un cordillera de montañas erigidas con lonas, donde cientos de personas esperan que unos metros más allá un muro se abra. Se miran, esperan, transpiran. Son unas 800 personas; unas enjabonadas casi desnudas, gritan, ríen, se bañan a la intemperie.
Los haitianos refugiados se lavan, se visten y rezan a la intemperie.
El sol se esconde. Cada noche reconstruyen su casa. Una funda con cimientos de plástico, de costura invertida en piso para evitar filtraciones —pero al fin— una tienda de campaña que llaman casa.
El Hotel para Migrantes Deportados, en Mexicali, está a un costado de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos, junto al Instituto Nacional de Migración (INM) y en un terreno que se despliega a unos metros del muro de metal que divide dos países.
En Mexicali, Baja California, en toda la frontera su topografía se despliega hasta el ras de un muro. Comparado con otros refugios, el hotel es un caserón: 50 habitaciones, paredes blancas, ventanales, ventiladores y sabanas frescas.
El refugio está repleto, cada día llegan 10 o hasta 20 migrantes. Suelen venir porque en Tijuana se acabaron las citas para obtener un una solicitud de asilo humanitario y trabajar legalmente en Estados Unidos.
En el hotel vive Lina, una joven corpulenta que no llega a los 30 años, de pelo rizado y cicatrices en el rostro. La mujer de mirada que se escapa todo el tiempo, no alcanzó espacio al interior y se instaló en la azotea del albergue.
“Ya me quiero ir de aquí, me quiero ir para aquel lado [Estados Unidos]”, dice y por primera vez fija la mirada hacia el norte, hacía las luces que vigilan la frontera.
La ciudad fronteriza de Mexicali se convirtió en un concentrado de Haití. En ocho meses, 1.5% del total de la población que vivía en Haití llegó a Baja California, 15 mil haitianos ahorraron miles de dólares para viajar 3 mil kilómetros hasta el norte de México.
Alternativa para la crisis
Dicen los migrantes que el futuro es el lujo de los que tienen dinero, para Lina —una joven haitiana cocinera— el futuro es no perder la próxima noche la casita de campaña donde vive.
Hace muchos kilómetros que se acabó el dinero, por eso llegó hasta Mexicali cuando se enteró de que en Tijuana ya no había refugio en donde dormir.
En el sentido más estricto de la palabra supervivencia: Lina llegó porque en esta frontera los albergues todavía tienen espacio y comida que ofrecer, aunque sea en la azotea y a la intemperie.
El Hotel del Migrante es una construcción de principios del siglo pasado. Durante la época de la ley seca en Estados Unidos recibió a los norteamericanos que cruzaban a las cantinas.
El hotel se fundó una noche de 2010 cuando Sergio Tamai, un comerciante, cerraba su dulcería ubicada en la garita internacional de Mexicali y observó que muchos migrantes eran deportados durante la madrugada.
Desde entonces, Sergio paga una renta de 30 mil pesos mensuales y ahí se han refugiado más de 200 mil migrantes mexicanos y también procedentes de centroamérica.
“Nunca imaginé que vendría una crisis peor”, recuerda el activista de 64 años, parado en la azotea del viejo hotel.
Mira al frente, hay 150 casitas de campaña donde duermen cientos de caribeños. Tamai mueve la cabeza de un lado a otro y advierte que la crisis pronto estallará.
Desde septiembre y ante la falta de alojamiento que se generó en los albergues de Tijuana, miles de migrantes haitianos viajaron cuatro horas hasta la frontera más cercana, Mexicali.
El Hotel del Migrante se localiza a sólo tres cuadras de la garita internacional, el destino natural de los recién llegados era el edificio de tres plantas. Sergio Tamai improvisó, sacó las literas de las 50 habitaciones, vacío los pasillos y compró 150 casas de campaña que montó en cada rincón del lugar.
“Pero [los migrantes] no dejaron de llegar”, dice, por lo que montó más tiendas de campaña en la azotea del hotel. Los deportados mexicanos fueron clave. Una vez Sergio Tamai los acogió, ahora ellos regresaban el favor.
No importa el color de la piel
Jesús es un migrante michoacano que llegó al hotel hace tres meses. Antes había vivido ahí y siempre regresa después de cada deportación. El albergue, dice, se ha convertido en su casa.
“Aquí me han ayudado cuando más lo he necesitado, así que lo que mínimo que puedo hacer es ayudar a Sergio y a los muchachos de Haití, porque son migrantes como nosotros, no importa su color de piel, su nacionalidad”, dice.
Jesús coordina la organización del hotel en su interior. Mantiene limpio el lugar, asigna cuartos, distribuye cobijas, mantiene el orden y está al pendiente de que no se generen trifulcas.
Durante más de 20 años Benjamín vivió con su esposa y sus hijos en Arizona, pero fue deportado cuando intentaba regularizar su situación migratoria.
Fue deportado en 2010 por la garita de Mexicali. Sin dinero para pagar una habitación, llegó al Hotel del Migrante. Desde entonces trabaja como voluntario en el albergue.
“Todos somos seres humanos, todos somos migrantes”, comenta Benjamín, que estas últimas semanas ha sacado provecho, lanza frases en francés, un bello creol que está aprendiendo con una haitiana.
Coordina la azotea porque a pesar de ser afable, su timbre de voz es más recio y en el techo del hotel se han instalado los haitianos más jóvenes, donde las riñas son más frecuentes.
Vida cotidiana
El Hotel del Migrante tiene tres pisos. Desde su fundación, en el primero se instalaron una café internet y un par de puestos de comida para sustentar los gastos mensuales del lugar.
Aunque ahora en los locales los caribeños se volvieron omnipresentes. En el café la cajera es haitiana; en la dulcería un joven de piel color cobre sirve aguas de horchata, y donde antes se vendía comida mexicana, ahora se cocina pollo frito estilo haitiano. El olor a grasa quemada impregna toda la manzana.
Afuera, los pasillos se han vuelto mesas de casino. Tratan de acomodar sus cajas de foam color blancas con pollo frito, entre las cartas y fichas de domino. Apuestan lo que les queda. Ya hay un ganador y la trifulca se arma
Tres mujeres jóvenes “asfixian” su cabello rizado con una malla, preparan el pollo frito que alimenta a miles de haitianos. El sabor de casa materializado en un caja de unicel.
Arriba, un par de docenas de escaleras después, casas de campaña en pasillos y habitaciones. Una tras otra en fila por los pasillos. Cuatro casas adentro de un cuarto.
A veces los migrantes caribeños se miran con desprecio. Hay que aguantar la música del compañero de a lado, el hedor matutino, los gritos de las parejas o el llanto de los niños.
“Es muy difícil vivir con tanta gente”, admite Leonard, un migrante que espera cruzar a Estados Unidos este 28 de noviembre.
La terraza del Hotel del Migrante estaba acondicionada para guardar cachivaches pero desde que la crisis humanitaria estalló, tuvieron que montarse casi 200 tiendas de campaña.
La vieja azotea gris está repleta de casitas de colores, es curioso, dice Benjamín el migrante encargado, pero los haitianos anhelan dormir en una. Un poco de privacidad revitaliza.
“A veces los veo llorando o están muy enojados, pero cuando entran a la casa de campaña a las horas salen más contentos. Les gusta tener su espacio y evitar el hacinamiento, también evita peleas entre ellos”, explica Tamai.
La historia de los migrantes caribeños es igual, aunque con distintos matices; salieron de Haití, de Brasil, de Ecuador, atravesaron gran parte del continente para llegar a la frontera en busca de una vida mejor.
Pagaron miles de dólares y fueron extorsionados, pagaron a un pollero para llegar hasta México. Los pies y las manos ampolladas son la evidencia de un camino sinuoso.
Al llegar a Tijuana se encontraron que se acabaron las citas inmediatas y ahora hay que esperar meses para obtenerla, por eso llegaron a Mexicali, una pequeña ciudad aún más desconocida para ellos.
Activistas en la capital de Baja California estiman que este 2016 han llegado al menos 15 mil migrantes afrodescendientes.