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Llegar a esta pequeña comisaría de 880 habitantes de origen maya es como remontarse al pasado. Mantiene prácticamente intactas sus costumbres y tradiciones. Para preservar su raza indígena han optado por contraer nupcias entre ellos, sin importar que sean parientes y sabiendo que hacerlo tiene consecuencias genéticas, como ya ocurre, pues al menos 75% de las familias tienen hijos o parientes que son sordomudos.
Oculto entre brechas y rodeado de maleza, este poblado del sur del estado, a 145 kilómetros de Mérida, mantiene con rigor antiguas costumbres y tradiciones mayas, algunas incluso extremas. Por ejemplo, para preservar el apellido y la raza legítimamente autóctona, los mayas se casan entre ellos.
Oriundo de esta comunidad, el campesino Felipe Can Collí, quien además de hablar español y maya aprendió el lenguaje de los sordomudos, se brindó de intérprete para EL UNIVERSAL.
Nos comenta que hace muchos años que los “chicanenses” saben de las consecuencias de la unión entre familiares; lo han escuchado de académicos e investigadores de la Universidad Autónoma de Yucatán y de la Universidad Anáhuac de Mérida, quienes han estudiado a fondo la situación en la que viven los pobladores.
Están conscientes de que procrear entre consanguíneos es probablemente la causa de varias generaciones de sordomudos.
Can Collí, quien también labora como plomero y electricista viajando a ciudades más grandes como Mérida, Peto, Tekax y Valladolid, platica que para entender a los sordomudos crearon un lenguaje en el que usan los dedos y las manos, la cabeza y hasta los brazos y codos.
Las solteronas. Ellas son dos hermanas, Silveria de 57 años y Eugenia de 45 años, se apellidan Collí Collí, como la mayoría de los pobladores que son Collí Can, Can Collí, Chi Collí, a consecuencia de la mezcla entre parientes.
Las dos son solteras y serán de los primeros habitantes de Chicán, que romperán la “tradición maya de casarse con familiares. Aunque alguna vez tuvieron novio, dicen que eso es pasado y no volverá.
Son sordomudas de nacimiento, sus padres, Silverio y Lupe, eran primos hermanos. Ambos ya fallecieron.
Las dos mujeres cuidan a sus sobrinos de tres y cinco años de edad, mientras que su sobrina de 26 años vive en Mérida, donde trabaja de empleada doméstica.
Tienen su hortaliza y engordan gallinas, pavos y cochinos, de eso se sostienen. Con señas, usando las dos manos y dedos, muestran sus quehaceres, cómo lavan la ropa, cómo planchan, cómo atienden su hogar.
El fin de semana lo tienen libre, pues su sobrina llega a Chicán y recoge a sus hijos pequeños.
Silveria dice que jamás ha tenido novio, pero Eugenia confiesa que alguna vez se enamoró de uno de sus primos hermanos.
Admiten que su tiempo de casarse y tener hijos ya pasó y serán de los pocos habitantes del lugar que rompan con la tradición maya de unir sus vidas a otro pariente suyo y procrear hijos.
A través de Felipe Can, comentan que hace dos años el DIF les regaló un aparato auditivo que pronto se descompuso. Lograban escuchar algo, “pero era muy dificultoso para usar” y prefieren seguir en el silencio.
Tanto Silveria como Eugenia relatan que siendo niñas veían a sus padres viajar a pie o en caballo hasta otros municipios. En esa época —hace unos 45 años— no había autobuses ni taxis. Hoy a Chicán llega un autobús todos los días a las 9 de la noche y sale a las 6 de la mañana del día siguiente hacia Mérida. La comunidad sólo cuenta con un teléfono de caseta que la más de las veces no funciona.
La gente vive de su cosecha de maíz, de su milpa y de sus siembras de tomate, chile, rábano y cilantro.
En Chicán el ruido pasa inadvertido, la mayoría de sus habitantes vive en silencio, pero cumpliendo con lo que les inculcaron sus abuelos y padres: “conservar la raza maya”.