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Un solo cerillo, una chispa, habrían bastado para que el cuerpo de Rosa ardiera. No ocurrió así porque entre sus agresores hubo discordancia. La gasolina la empapaba. Unos decían que les servía mejor viva que muerta, otros gritaban que era mejor acabar de una vez con ella mientras le acercaban un encendedor. En ese momento Rosa carecía de un nombre: la llamaban traidora.
Su placa se perdió en medio de palabras amenazantes: ¡Línchala… mátala... !, gritaban. Iba desarmada. Su única identidad era un uniforme azul de la Policía Federal que la convertía en el enemigo a vencer. Cayó en una emboscada en un territorio de hombres y mujeres encapuchados; “ellos también ocultando su identidad”, narra a EL UNIVERSAL desde la cama de un hospital, hoy en terapia intermedia.
Los linchamientos no tienen rostro de hombre o de mujer. La turba le arrebató su escudo, el peto, el casco, las hombreras, el chaleco, la espinillera, las botas, quedó descalza y todo su equipo fue quemado en la vía pública. Recibió patadas, golpes con palos en la cabeza, en el rostro, en las piernas, en los pies.
Era el 19 de junio, cumplía sus funciones como uno de los elementos de la Quinta Unidad de la Coordinación del Restablecimiento del Orden Público (CROP) de la Policía Federal, durante el desalojo del bloqueo carretero de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE).
Policía federal antimotines desde 2009, aquel domingo la encomienda fue recuperar la autopista Oaxaca-Puebla que se mantenía bloqueada desde hacía dos semanas por pobladores y maestros de la CNTE en el municipio de Asunción de Nochixtlán, Oaxaca.
Así lo hizo. “Las piedras que arrojaban los manifestantes nunca se les acababan; estaban preparados, bien organizados, nunca se les acabaron los cohetes, y llegaban cada vez más personas de distintas poblaciones, eran incontables”, relata. En el enfrentamiento fueron 96 los elementos de las fuerzas federales lesionados, 35 de ellos requirieron traslados a la Ciudad de México a un hospital, y tres recibieron impacto de bala.
“Se escuchaban detonaciones al aire, nuestros compañeros empezaron a caer, eran detonaciones de arma, contuvimos las agresiones de la multitud todo el tiempo que pudimos, quemaban camiones, al final quedábamos como 30 compañeros para contener a la población, nos aventaban botellas con gasolina, esto fue desde las 7:00 de la mañana que llegamos a liberar la caseta hasta las 2:00 de la tarde”.
Lo último que esta mujer de 37 años recuerda es el tañido constante de las campañas de la iglesia y su cabello largo chorreando gasolina y sangre mientras era llevada en una camilla. Recuerda también que la confusión continuaba. Unos intentaban subirla a una ambulancia, otros la bajaban; los paramédicos intervenían.
Escuchaba cohetones, bombas, el humo del gas lacrimógeno la cegaba. Arrojaban piedras a los vidrios de la ambulancia; intentaban volcarla. Por primera vez pensó en la muerte, sintió frío, y escuchó disparos. No supo más. Sólo entonces cayó inconsciente: bajó la guardia.
Al despertar, tres horas después, vio un crucifijo en la pared. La habían trasladado a la Parroquia de Santa María de la Asunción en Nochixtlán, ahora resguardada por feligreses.
Había que detener la sangre, suturar las heridas de la cabeza abierta del lado derecho y en la parte posterior. Médicos, en un espacio improvisado comenzaron a atenderla. “Me quitaron el uniforme roto, bañado en gasolina, una enfermera me prestó un pantalón, un suéter y sandalias”, recuerda. Escondieron su uniforme para no enardecer más a la gente que venía acompañando a los heridos. Una vez más, ahora en la iglesia, había que buscar el anonimato y confundirse entre todos para no ser descubierta como policía federal.
La iglesia se convirtió en el único lugar a respetar, mientras adentro estuviera el padre Adrián, que también comenzó a asistirla.
“Nuestra retirada táctica no funcionó. La gente bajaba por las montañas, eran más de 2 mil, nos emboscaron, llevaban machetes, nos arrojaban bombas molotov, cohetones. En siete años, es la primera manifestación que enfrento con ese tipo de violencia de grupos radicalizados; y aunque por supuesto no ha sido la primera, esta vez sí sentí terror, mucho miedo, la saña fue terrible”.
Por ello, mientras permaneció en la parroquia “rezaba, sentía terror de que entraran a la iglesia a rematarnos, que me quemaran; el padre Adrián decía que me tranquilizara, que algunos pobladores estaban rodeando la iglesia para protegernos”, continúa.
Rosa estuvo el domingo 19, el lunes 20 y el martes 21 de junio resguardada en la parroquia, recuperándose de las lesiones, “con las luces apagadas para que nadie nos viera. El martes por la noche llegó una ambulancia por nosotros junto con la Comisión de Derechos Humanos y sólo así logramos salir del pueblo. El padre Adrián fue clave para que no nos lincharan.
“Necesito continuar trabajando para mis hijos, para sus estudios, su ropa, su comida, y ellos son mi fuerza. El susto lo dejé ahí en la iglesia, mientras rezaba por la tarde el rosario junto con los feligreses. No soy de las que lloran. Soy fuerte”, concluye.