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Hace 15 años, Pablo, El Güero, habitante de un pueblo en esta zona, fue detenido por el Ejército por sembrar amapola. No eran más de 200 metros cuadrados los que comprendía su parcela.
Les dijo que lo hacía por necesidad; no se quería ir de “mojado”. Ninguna súplica sirvió. En menos de 24 horas ya estaba en la cárcel de Chilpancingo acusado de delitos contra la salud.
El joven que fue encarcelado cuando tenía 18 años por sembrar amapola y porque según él, los militares no hallaban pretexto para bajar de la Sierra donde vivían en campamentos, critica al sistema penitenciario: “No es que estemos bien sembrando algo ilegal, pero no pueden agarrar parejo. No es lo mismo un narcotraficante que un cultivador y allí en la cárcel nos juntan. Salimos preparados para ser verdaderos criminales si queremos”.
En la cocina comunitaria de su pueblo, donde cultivadores de amapola discuten la necesidad de que la planta se legalice porque les evitaría la persecución de las autoridades por los sembradíos fuera de la ley.
En la cocina hay productores de duraznos, aguacates, maíz y frijol, uno que otro de mezcal. Varios son comisarios de comunidades de la parte del Filo Mayor que abarca municipios como Heliodoro Castillo (Tlacotepec), Leonardo Bravo y Eduardo Neri.
El Güero, ahora de 33 años de edad, relata su historia porque se le hace una injusticia. Dice que él tenía en ese entonces (2001) 18 años cumplidos.
No quería formar parte de la estadística de jóvenes que dejan su lugar de origen porque no hay trabajo. ' '
Desde niño aprendió a sembrar, en su pueblo la mayoría de gente se dedicaba al campo y por eso optó por apoyar en la siembra de una parcela de amapola. No era suya, él era un tipo peón, pero una categoría más alta.
Se había asociado con la persona que puso los insumos para la siembra. No era mucho, recuerda que ni la cuarta parte de una hectárea. Pero igual requería de la misma dedicación que en grandes extensiones.
Empezaba a limpiar el terreno y a colocar la semilla cuando un grupo de militares destacamentados cerca de su comunidad, la cual omite por seguridad, llegaron y lo esposaron.
Todo fue muy rápido. A los seis meses le dictaron sentencia, fueron 10 años por cultivar enervantes. Su familia, además de que pagaba por todo dentro de prisión, —desde comida, artículos de limpieza, de aseo personal hasta medicinas y drogas—, se hacía cargo del abogado que logró que le redujeran la sentencia a la mitad argumentando un mal proceso.
“En la cárcel no hay sicólogo, no hay readaptación social, hay más delincuencia que en las calles. La delincuencia está muy organizada dentro, todos los comandantes, los jefes de seguridad, los directores de los penales trafican con todo: la salida del penal por unos días, hasta la entrada de celulares, televisiones para poder tener cable. No existen los derechos humanos, si quieres algo tienes que pagar por él. Los custodios no son realmente buenas personas”, recuerda.
Trauma. Pablo, un hombre menudo que se mudó a otro estado y sólo regresó a su pueblo para visitar a familiares, no quiere recordar la cárcel.
La experiencia fue traumática y a la vez una prueba, dice, de que puedes salir fortalecido. No le da pena que lo hayan metido a la cárcel por la siembra de amapola, aunque sabe de los efectos negativos de la heroína; él los vio en la cárcel donde la mayoría de los reclusos, según constató, son adictos a alguna sustancia.
“El sistema está mal. Cómo juntas a quien robó y a quien mató en el mismo corral. Cómo permites que convivan secuestradores junto con narcotraficantes y personas que se robaron un kilo de tortillas porque no tenían qué comer. No hay readaptación social. Uno sale de adentro más delincuente que por el delito que se nos lleva a la cárcel”, cuenta mientras el debate por la legalización está más acalorado: “No somos delincuentes, somos campesinos”, se escucha.
Sería mejor que la gente trabajara en la siembra y ésta fuera legal porque además de que se canalizaría para sólo cosas que benefician a la gente, opina, él no habría estado en contacto con los jefes de plaza de la Sierra, de la zona Centro; con organizadores de secuestros desde el penal. No le llamarían amapolero y su actividad sería tan honesta como cualquier otra.
“En la cárcel te exprimen como ser humano. Le quitan a tu familia terrenos, casas, carros. Mi familia sufrió mucho. Estuve cinco años en la cárcel hasta que lograron sacarme. Allá adentro sí que hacen delincuencia: sacan 500 mil por la venta de cocaína a la semana, de marihuana otra cantidad similar. Nos hacen criminales en potencia”, recrimina.
La propuesta de legalización del cultivo con fines medicinales ha sido respaldada en Guerrero por el obispo de la Diócesis de Chilpancingo-Chilapa, Salvador Rangel; el presidente del Tribunal Superior de Justicia, Robespierre Robles; el gobernador, Héctor Astudillo; Movimiento Ciudadano en el Congreso local y organizaciones civiles, sobre todo de la Sierra, para impulsar el desarrollo.
Evitar la violencia e injusticias son las principales razones que dan quienes están a favor del cultivo.
Pablo, al igual que esos actores políticos y sociales, está a favor de la regulación: “Yo me regreso a mi trabajo [en la construcción] en unos días. Vine al pueblo, escucho que están con esto de la legalización y se me hace bien, uno la pasa muy mal en la cárcel. Creo con el tiempo no detienen ya a tantos, pero antes era penadísimo, pero es que se dan cuenta que uno sólo quiere un dinerito, salir adelante”.