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Los Ángeles, California
Hay sábados en que Norma Patricia Esparza prefiere callar. Abrir los ojos y memorizar lo que ve. Guardar silencio, aunque mantenga por inercia la bocina pegada al oído izquierdo. Se aferra a lo que su memoria registra: sabe que una vez que terminen los escasos 25 minutos de visita, su mundo se reducirá otra vez a vivir encajonada entre tres paredes de concreto y una de cristal.
Los ojos grandes, negros, tratan de enfocar, a través de sus anteojos de marco negro, una flor que su visita le acerca delicadamente al vidrio blindado. La explosión de color, pétalos fosforescentes, centro algodonado le provocan algo parecido a un cosquilleo que le recorre todo el cuerpo.
Sabe que sólo puede mirar: ni por asomo podría tocar lo que está al otro lado del vidrio; por ahora eso basta. Aprieta las yemas de la mano derecha contra el cristal. Simula que siente. Con los nudillos da un golpecito para pedirle a su visita que levante el teléfono.
Necesita que le describa exhaustivamente cómo se siente, qué olor tiene esa flor. Últimamente Patricia sólo conoce de olores putrefactos que se mezclan con hedor a cuerpos.
Dos años encerrada en una cárcel de máxima seguridad en Orange County, California. Dos años reducidos a mirar a la misma compañera de celda. Dos largos años de ver a la celadora de panza poderosa.
—Estoy tan necesitada, mi mente tiene tanta hambre que durante todo el día trato de mantener los ojos cerrados para recordar la textura exacta de la flor. Pero, el olor es imposible recrearlo, dice con nostalgia.
Patricia pasa 23 horas al día encerrada en una celda, sentada en una plancha de metal con los brazos alrededor de las rodillas, cabeza hundida entre las piernas y los pies, uno encima del otro. Este mes sólo vio el sol una vez. Todos los días, a las 6:00 de la mañana, durante una hora sacan a todas las internas a un patio para el pase de lista y el aseo de las celdas.
—Cada memoria se crea con base en lo que haces, tus actividades, lo que hueles, sientes. Pero como mi espacio no cambia, el tiempo dejó de ser tiempo, dejé de tener memoria.
Norma Patricia, una mujer pequeñita de 43 kilos, no tiene contacto humano. La puerta de su celda es de cristal. Del techo pende una bombilla fosforescente que siempre arroja la misma luz. No sabe cuándo es de día o de noche.
Norma Patricia, una investigadora mexicana que hasta hace tres años trabajó en la Organización Mundial de la Salud, en Ginebra, es tratada por las autoridades penitenciarias de Estados Unidos como una criminal de alta peligrosidad. Fue acusada de coparticipar en el asesinato del hombre que la violó en su dormitorio de universidad hace 20 años.
El 17 de octubre de 2012, Patricia descendió de un avión proveniente de Francia. Asistiría a una convención de sicología en Massachusetts, Estados Unidos; sin embargo, haría una escala técnica en el Aeropuerto Logan, de Boston.
Al revisar sus documentos, un agente la condujo a un cuarto de paredes estrechas e impidió que siguiera su paso. A pesar de que la detención resultaba confusa, Norma Patricia sintió el deseo punzante de salir corriendo.
—Había una alerta de la fiscalía, había una orden de detención en mi contra por el asesinato de un hombre llamado Gonzalo Ramírez; su corazón latió acelerado. Norma Patricia reconoció el nombre de inmediato. Cómo no hacerlo: un Gonzalo Ramírez la había violado hace 20 años.
Aterrada, con los nervios a punto de desplomarla, Patricia fue trasladada a la prisión de Orange County, a media hora de la ciudad de Los Ángeles, donde supuestamente habría cometido el crimen en 1995.
Lugar donde se pierde el nombre
La prisión de máxima seguridad de Orange County es una fortaleza de concreto impenetrable. Perfectamente recta. Estrictamente gris. Solamente se entablan diálogos con vidrios polarizados de donde emanan voces hostiles que se limitan a solicitar documentos de identificación.
Los reos no tienen nombre: Norma Patricia ahora se llama 2797358. Es sábado y la temperatura desciende hasta los tres grados centígrados; sin embargo, para acelerar el proceso de ingreso nadie lleva chamarra.
En Estados Unidos hasta las penitenciarias son verticales. Para llegar al área de visitas hay que tomar un elevador y meterse en un laberinto de pasillos, tomar otro ascensor y salir a un rectángulo dividido en cubículos jaspeados de mugre llamados locutorios.
Patricia pone los ojos en mí. Toma el teléfono y coloca su mano sobre el cristal simulando que toca mi mano. Es delgada, de rasgos delicados; no parece de 42 años. Con las mejillas rozadas, no tiene nada que pedirle a una veinteañera.
En la cárcel de Orange County, la vida de Norma Patricia no tienen ningún parecido con la serie que emite Netflix, donde la protagonista es una joven anglosajona que ingresa a una prisión de cinco estrellas y encuentra el amor.
Desde su ingreso fue recluida en una celda de 3.65 metros de largo y 2.74 de ancho. Duerme en una cama de metal sobre la que se extiende un delgado tapete de yoga. La acompaña una joven acusada de homicidio.
—La celda es tan pequeña que mi compañera y yo nos turnamos para caminar. Es imposible estar paradas al mismo tiempo, lo que sí es amplio son los seis metros de alto que la separan de una pequeña ventana de vidrio empañado.
Para Norma Patricia no existe el tiempo. A veces puede calcular si atardece cuando la sombra de una hoja se refleja sobre la ventana.
También ha olvidado cómo se siente el roce de la piel. Aún no ha sido juzgada y el beneficio de socializar con otras internas lo obtendrá una vez que sea sentenciada.
El locutorio al que ingresó Norma Patricia es el único que se cierra con una puerta de metal y donde un celador está parado los 25 minutos de visita. Según el protocolo carcelario es necesario dada la complejidad del caso.
Esta mañana el frío es insoportable y Norma Patricia lleva una camisa blanca de manga corta: según la lógica penitenciaria podría esconder un arma punzocortante. Un suéter es un arma mortal en Orange County.
El crimen
En 1974, el Taray era una ranchería de calles de tierra y terrenos cercados con alambres torcidos. En este pequeño lugar de Aguascalientes apenas vivían mil personas y todos se dedicaban a la agricultura, incluidos los Esparza.
La pobreza los hizo emigrar a Estados Unidos, trabajaban en la construcción y limpieza de oficinas en Los Ángeles.
La vida mejoraba para los cinco hermanos Esparza, aunque para Norma Patricia el cambio geográfico no representó nada: en donde fueran, desde los cinco años, su padre la violaba.
Cansada de los abusos, la única manera de evitarlos era estudiar lejos de casa. Obtuvo una beca en la Exeter Academy, una prestigiosa escuela en New Hampshire. Después, para ingresar a una universidad privada.
Fue en esa época cuando Patricia —de 20 años— conoció a Gonzalo Ramírez, otro mexicano radicado en ese país.
Intercambiaron algunos datos, ella le contó que estudiaba en una universidad cercana. Un día después, Gonzalo ingresaría a su dormitorio de universidad y la violaría.
La joven compartió lo ocurrido con un ex novio, un vietnamita llamado Gianni Van. Lloró durante una noche, estaba dispuesta a olvidar lo ocurrido cuando saliera el sol.
Patricia había aprendido a callar desde los años en que su padre la violaba.
Actualmente, la investigación arroja que unos días después, Gianni Van, acompañado por tres amigos, llevó a Patricia a El Cortez. Ahí la joven reconocería al hombre que la violó.
Hoy la fiscalía argumenta que la investigadora está en reclusión, porque su ex novio Gianni Van y sus amigos golpearon brutalmente a Gonzalo Ramírez hasta matarlo. Y aunque los involucrados han exonerado a Patricia de toda culpa, las autoridades de ese país la consideran cómplice. Activistas, organizaciones contra los abusos la consideran una víctima.
—Yo soy inocente, aún así siento un enorme remordimiento porque siento que yo pude haber hecho algo para que no muriera. Pero qué podía hacer, a mí me amenazaron con matarme si intervenía. Se lo llevaron golpeado, pero no sabía que había muerto.
Patricia se enteraría dos meses después que Gonzalo Ramírez había muerto, cuando Gianni Van se apareció en su casa para forzarla a contraer matrimonio; y es que en Estados Unidos un cónyuge no puede declarar contra el otro. Nunca vivieron juntos.
La joven siguió con su vida y durante años trabajó en el sindicato de defensa de los campesinos que encabezó el líder social, César Chávez. Regresó a la universidad y obtuvo un doctorado en sicología.
Se divorció de Gianni Van y volvió a casarse, pero esta vez con Jorge Mancillas, un neurocientífico y conocido activista en Estados Unidos. En 2007, el matrimonio se trasladó a Europa donde Patricia fue contratada como consultora en salud mental de la Organización Mundial de la Salud en Ginebra y poco después consiguió un trabajo como profesora de sicología.
—¿Los momentos más felices de mi vida? Me gustaba caminar por los senderos, sentir el pasto, la tierra. Cómo lo necesito. Estamos sobre estimulados afuera, ahora lo veo.
Se declara culpable, por su hija
Cuando Patricia abordó el avión en 2012 dejó a su hija de tres años y a su esposo. A casi tres años en reclusión, Patricia decidió aceptar un acuerdo de culpabilidad, a pesar de que en 2013 se había declarado inocente. Declarándose culpable la pena es de siete años, de otro modo es cadena perpetua.
Las condiciones en reclusión y lo que consideran activistas un trato racista por parte del fiscal del condado de Orange County, Michael Murray, la obligaron a desistir de un juicio que podría dejarla en prisión de por vida. Su defensa asegura que no hay evidencia en su contra. Ella dice que si no tuviera a su hija tomaría el riesgo, “pelearía mi caso”.
Jorge Mancillas, esposo de Patricia, enfermo de cáncer permanece en Europa recuperándose y trabajando para costear los más de 300 mil dólares en gastos de representación legal.
Jorge dice que el fiscal se ensaña con Patricia porque es mexicana. El condado de Orange County se formó con anglosajones que salieron de Los Ángeles, molestos por la llegada de migrantes. Se ha burlado de Patricia y le dijo a nuestro abogado que le caía mal. Le tiene una animadversión, también le dijo que no iba a permitir que se saliera con la suya.
En estos dos años Patricia sólo ha comido una fruta: un plátano. Ríe, mira al techo, recuerda ese día. Se alimenta de tortillas de harina crudas y tofu enlatado y, cada noche, aún la despierta la mirada zigzagueante de los guardias.
Patricia seguirá pidiendo a sus visitas, durante cuatro años más, que le lleven flores y postales de paisajes. En algunas llamadas le rogará a Jorge que guarde silencio y sólo ponga en la bocina del teléfono algo de Jazz.