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Escuchó los balazos, se tiró al suelo y se cubrió con el cuerpo de su amigo. “Yo que iba a saber si estaba vivo”, pero no, los proyectiles lo habían alcanzado. Lo comprendió cuando se acabó la riña: no sintió ningún movimiento ni la respiración de su “compa”. Se esperó unos 15 minutos y sólo se atrevió a moverse cuando escuchó el bullicio de la gente que se acercó a presenciar lo ocurrido.
“Me levanté y me fui corriendo. Alcancé a despedirme de mi mamá”, dice mientras juega con su pulsera de hilo verde donde lleva escrito su nombre en letras blancas: Luis. Asegura que tiene 17 años, pero se ve más chico.
Sus grandes ojos negros no dejan de moverse: sigue el movimiento de sus dedos sobre su muñeca, ve de frente, hacia abajo, otra vez a la muñeca, hace una gran pausa y prosigue: “Salí huyendo de la 18 (la Mara Salvatrucha), ellos estaban seguros de que yo estaba en la 13, pero nunca me junté con ellos. A mí y a mi amigo nos amenazaron de muerte, no creí que fuera cierto, yo no había hecho nada, pues”, lamenta.
Su piel morena está perlada por el sudor; el termómetro supera los 35 grados centígrados pasadas las dos de la tarde en esta ciudad oaxaqueña. No hay tatuajes en los brazos, manos ni cara; no hay a la vista ningún símbolo de los que caracterizan a los maras; debajo de la playera o en las piernas no se sabe, prefiere no mostrar su torso. Sonríe, muestra su blanca dentadura y se aleja. Camina unos metros y se encuentra con otros migrantes en el albergue.
Platica con ellos, sus ojos inquietos siguen buscando algo.
Después vocean desde la oficina principal y Luis acata la orden. El mensaje es para que todos los menores migrantes no acompañados se reúnan en el área de la dirección. Se acercan 10 adolescentes; tienen entre 15 y 17 años. Unos parecen mayores, otros se ven más chicos, pero casi ninguno representa su edad.
Entre ellos está el joven salvadoreño. Lleva en la casa Hermanos del Camino más de tres meses en espera de su visa humanitaria para cruzar por México sin problemas y tratar de cruzar a Estados Unidos sin documentos.
Ese último lunes de junio acudió personal de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR, por sus siglas en inglés); quieren saber cuántos menores no acompañados hay en el lugar. Se reúnen con el padre Alejandro Solalinde, director del albergue, para presentarle los avances del proyecto Niños de Paz.
Por la mañana, el sacerdote había dado la orden de reunir a los menores para que se encontraran con la gente de la ACNUR.
Ahí, Alberto Adonis, representante del albergue, había informado al cura la dificultad para tramitar la visa humanitaria para los adolescentes que viajan sin compañía.
“Tenemos un problema. Migración pide un tutor; ni los consulados ni las embajadas ni el DIF quieren asumir ese papel”, dice con voz grave. Solalinde responde: “Nosotros podemos ser los tutores”, seguido de otra negativa de Adonis: “No nos dejan, dicen que no podemos”. En tono apacible pero con la firmeza que ha llevado al sacerdote a ser uno de los defensores de migrantes más importantes de la última década, indica: “Pide que revisen la ley; sí podemos y no es que quieran, tienen que respetar la ley”.
Luis está al margen de ese debate. No conoce de leyes y pareciera que no le importa. No sabe que hablan de lo que le depara el futuro, o parte de su futuro, de ese plazo máximo de 90 días de ventaja que le dará la visa ante las autoridades de migración y policías para que no lo detengan en su trayecto por México; seguirá su camino en cuanto obtenga el documento, otra vez solo.
Sin saber que no hay fecha para obtener el salvocoducto, habla de sus planes. El objetivo es Houston: “Ahí tengo un tío, me a va mandar traer”. Asegura que ya habló con él y aunque desconoce cuándo saldrá del albergue, acordaron que en cuanto llegue a la frontera se comunicarán de nuevo. No revela su estrategia para cruzar el país ni a qué estado del norte llegará.
En cambio, platica mucho de su mamá, con quien habló hace dos semanas y a la que espera ayudar en cuanto comience a ganar dinero en Estados Unidos.
Se le observa nervioso; tiene ganas de hablar pero no de profundizar en su vida. Rehuye la mirada cuando las preguntas son directas. Confiesa que le hubiera gustado seguir en la escuela.
En San Salvador “estudiaba en segundo de secundaria”, dice como si el sistema educativo en esa nación fuera igual al de México; pero en realidad corresponde al octavo grado, de nueve en que consiste la educación básica salvadoreña. Ese es unos de los modismos que ha adaptado para pasar como mexicano, pues procura usar términos distintos a los de su país aunque por momentos el acento lo traiciona.
Acepta que en el albergue a veces se aburre —no tiene una tarea obligatoria— y otras veces se siente triste, con ganas de ver a su familia.
Ese es uno de los problemas que busca resolver la ACNUR con el programa Niños de Paz: cómo se genera en ellos un cambio desde la historia de la huida, que en palabras de Rafael Zavala, representante del organismo internacional en Tapachula —y que tiene a su cargo los estados de Chiapas, Tabasco y Oaxaca—, es que los niños —acompañados y sin acompañar— tengan espacios para realizar actividades enfocadas a bajar los niveles de tensión, de estrés y a construir paz en sus entornos, de restablecer su vida en otro país.
Que los niños sigan siendo niños
Este proyecto tienen dos componentes: uno, el trabajo con sociedad civil en albergues de migrantes; y dos, las actividades con los niños.
Para la casa en Ixtepec, la ACNUR invertirá 850 mil pesos —el dinero que haga falta “se consigue como sea, con donaciones, materiales, como sea”, dice Solalinde—.
Los pequeños tendrán una ludoteca, materiales educativos, juegos, todo en un espacio propio pues los menores están mucho tiempo en los albergues sin hacer nada, conviviendo con adultos y escuchando los problemas.
Y sí, en el albergue hay una veintena de menores de 4 a 17 años, entre los que viajan solos y los que están con su madre, su padre o ambos; los más pequeños juegan, corren, dibujan sobre cualquier papel que encuentren, se mezclan con el resto, son cariñosos y por momentos uraños, se les quedan viendo a los adultos sin comprender el sentido de sus frases y buscan nuevos juegos.
El problema crece más ahora con el cambio de estrategias. Luis, como la mayoría de los migrantes en Ixtepec, se quedan más de tres meses. Antes de la puesta en marcha del Programa Frontera Sur, la estancia era de tres días en promedio. Entonces el tren conocido como “La Bestia”, llegaba con indocumentados dos o tres veces a la semana y en la casa había hasta 300 personas; ahora, cuando mucho llega una vez a la semana y en el sitio hay menos de 200 personas, con estancias desde una semana, pero que no saldrán de ahí hasta que obtengan la visa humanitaria.
Esa es la razón que generó que Luis coincidiera con otros nueve adolescentes. Los 10 se han reunido en el lugar poco a poco, durante los últimos cuatro meses, lo que permite una reunión grupal, que sucede pocas veces y que queda plasmada en una fotografía que da cuenta de esa realidad, de los niños migrantes sin compañía, pues la mayoría desconoce que se puede solicitar la visa, no acude a albergues y termina deportado a su país de origen.
La de Luis es otra historia, igual a la de unos pocos niños que obtienen el salvoconducto. Lo sabe. Remata: “Nos vemos al rato”, con la intención de no regresar a la charla y se pierde entre los migrantes adultos, entre los juegos de mesas como las damas, de los albañiles que ayudan a construir las nuevas instalaciones y de los hombres que cortan madera para prender los , donde se cocinará el desayuno, la comida y la cena, en espera de otro día tedioso en busca de que llegue tan ansiado documento.