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Comala
Son muchos los argumentos que tiene Antonio Alonso Oseguera para afirmar que en La Yerbabuena, la comunidad más cercana al cráter del Volcán de Colima, nunca pasará nada a pesar de la insistencia del coloso en lanzar gas, cenizas, fuego y lava; pero sus razones más convincentes son dos: el testimonio de una mujer que vivió 110 años y presenció la erupción de 1913, y las perfectas condiciones de El Guardián, un árbol de al menos 500 años que se erige a escasos cinco kilómetros del cono volcánico.
El viernes 10 de julio, los elementos de Protección Civil de Comala que desalojaron todas las comunidades cercanas al volcán llegaron a casa de Antonio para pedir que bajara con su familia al albergue instalado en la escuela Vasco de Quiroga, en la cabecera municipal, pero él se negó; para evitar discusiones mostró el amparo que desde hace 14 años lo protege contra cualquier intento de desalojo.
La historia de ese amparo es la historia de una lucha por el territorio en la que el temor al poder de la naturaleza y la prevención de desastres se convirtieron en pretexto para el despojo durante la administración del ex gobernador Fernando Moreno Peña (1997-2003), quien por entonces declaraba en la radio: “No me temblará la mano con tal de salvar sus vidas y las de sus hijos”.
Una semana después del día que se convirtió en noche por la gran cantidad de ceniza que arrojó el volcán hacia su ladera suroeste, Antonio considera que se magnificaron los hechos: “nosotros dijimos que no pasaría nada y nada pasó, aquí seguimos; muchas veces hemos visto esa actividad del volcán, es algo natural, lo diferente es que ahora el viento no nos ayudó y trajo la ceniza para este lado”.
Los años que él y su familia llevan viviendo bajo el volcán, les hacen estar seguros de que tras esta intensa actividad todo se estabilizará. Sus proyecciones parecen coincidir con las de las autoridades: el último reporte indica que la actividad sísmica y los derrumbes de material han disminuido paulatinamente; un comunicado del gobierno señala que lo más probable es que “continúe la alimentación de magma por un periodo de días a semanas, para eventualmente disminuir y terminar el periodo efusivo”.
Pero no todos en La Yerbabuena piensan como Antonio y su familia: una calle abajo, Jesús Montejano León y su hijo, Nazario Montejano Martínez, han vuelto para limpiar su casa y darle de comer a los animales. Es la mañana del sábado y están preparando todo para que el domingo regrese toda la familia, que sigue en Cofradía, donde fueron reubicados en 2001.
“Cuando nos dieron esas casitas el acuerdo fue que podíamos seguir con éstas y así vamos y venimos, pero realmente aquí es donde nos la pasamos porque aquí tenemos el trabajo y los animales”, explica el mayor de los Montejano, sentado en un tejabán afuera de su casa.
Desde el miércoles 8 de julio comenzaron a escuchar el sonido profundo del volcán “como un río crecido” que ya no se calló hasta que el viernes por la noche lanzó toneladas de material incandescente, cenizas y gas; esa misma noche decidieron irse a Cofradía.
“El volcán no tiene palabra y es mejor así, tener un lugar a dónde irte cuando aquí se pone feo”, secunda el menor de los Montejano.
“Es mejor morir en tu territorio”
Hace tres lustros que Micaela Berto llegó a La Yerbabuena para integrarse a la familia de René Alonso —hijo de Antonio Alonso— y recuerda que su bisabuela, quien murió hace tres años, cuando tenía 110 de edad, contaba que durante la erupción de 1913 la lava bajó por los arroyos, pero en La Yerbabuena no pasó nada.
“Además, vinimos al mundo a vivir, reproducir y morir, y es mejor morir en tu territorio que en otro lugar”, e insiste que la supuesta seguridad lejos del volcán no es tal.
Durante el periodo en que el gobierno del estado les disputó la tierra a los habitantes de La Yerbabuena, Antonio y su familia fueron a un albergue tras una evacuación y el trato que les dieron no les gustó; desde entonces decidieron no moverse de su tierra y no aceptar ayudas.
“Somos independientes, producimos nuestros propios alimentos, si hay un desperfecto lo arreglamos, no necesitamos al gobierno”, señala este hombre originario de Tonila, Jalisco.
A menos de un kilómetro del pueblo, Rubén “Tawa” Martínez y su hijo, Namay Manuel Martínez —ambos periodistas— limpian y rehabilitan una cabaña, en algunas partes la ceniza del volcán; hacen un receso en la faena para rememorar la lucha por el territorio que se dio en esta zona de Comala a finales de los 90 y los primeros años del siglo XXI, pues hubo fuertes embates para privatizar la zona.
En esta historia, aparece un nombre, el de Sir James Goldsmith, el magnate inglés que se apropió de una buena parte de la costa de Jalisco. En junio de 2011 el escritor Carlos Tello relató la forma en que Goldsmith se quedó con la Hacienda San Antonio y las lagunas del rancho El Jabalí —aproximadamente 2 mil hectáreas ubicadas a unos 10 kilómetros del cráter— para crear un lujoso complejo turístico en el que la noche cuesta de 697 a mil 846 dólares.
“A la muerte de Atenor Patiño, la Hacienda San Antonio y el rancho El Jabalí pasan a manos de su hija Isabel, esposa de James Goldsmith y, a partir de ese momento, los campesinos inician una lucha para conservar sus derechos sobre dicho cuerpo de agua (…) En abril de 1988 los pescadores y sus familias fueron desalojados por la fuerza pública”, señala el artículo “Reubicación y desarticulación de La Yerbabuena. Entre el riesgo volcánico y la vulnerabilidad política”, publicado en 2005 por Alicia Cuevas y José Luis Seefoo en la revista Desacatos, del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS).
En sus conclusiones, ambos académicos señalan que “del listado de acciones gubernamentales se aprecia que aún sin proponérselo explícitamente han beneficiado a grupos que poseen recursos materiales, económicos y políticos de gran cuantía en el estado y que la prevención de riesgos ha contribuido a desintegrar grupos humanos establecidos en diversos espacios rurales”.
En la entrada de su casa, Antonio Alonso repite algo que muchos dicen desde la cabecera municipal de Comala hasta La Yerbabuena y que se ha convertido en una especie de leyenda: “James Goldsmith decía que lo único que le faltaba era tener un volcán en su jardín”; a esas palabras le preceden tres recuerdos de esta lucha: la ocasión en que tuvieron que salir a detener las máquinas que subieron para demoler el pueblo tras la reubicación de quienes aceptaron irse, los meses que duró acampando un batallón de soldados a las afueras del pueblo para intimidarlos, y la visita, en 2006, del subcomandante Marcos y La Otra Campaña.
“ Tawa” señala que si lograron quedarse con sus propiedades en La Yerbabuena y con las casas que les dieron en Cofradía, fue por un descuido de los abogados del gobierno estatal.
El miedo que todo lo espanta
En la parte alta de La Yerbabuena, dentro de una huerta de aguacates que hoy es propiedad privada, se erige El Guardián, un árbol de al menos 500 años —según los habitantes de esta región, quienes incluso le llevan ofrendas— que nunca ha sido afectado por una erupción del volcán; para ellos eso es suficiente prueba de que aquí no pasará nada.
El camino a esta zona aún está restringido por las autoridades a pesar de que desde este sábado por la mañana se permitió regresar a todos los evacuados por la contingencia, incluso a los de La Yerbabuena; la alerta ahora se ha trasladado unos 30 kilómetros al este, al poblado de Quesería, que podría ser desalojado si una lluvia fuerte en la cima del volcán arrastra el lahar por la barranca de Monte Grande.
Por el camino que lleva al sitio donde El Guardián vigila el fuego del coloso, Ramón Cuéllar tiene un cafetal que por estas fechas debería estar lleno de turistas, aún conserva algunas de las especies que se dicen trajeron los Vogel, alemanes que también vinieron por tierras.
Muchos por aquí sostienen que se trata del mejor café del mundo, pero eso no ha impedido que desde la evacuación del viernes 10 de julio, Ramón deje de vender más de 3 mil pesos diarios: “nadie sube, los espantaron a todos”.
Esto se replica a unos 3 kilómetros tierras abajo, en la Laguna La María, la única que no fue privatizada y que está abierta al público; siendo fin de semana en verano el lugar tendría que estar abarrotado, pero esta vez apenas hay un par de familias disfrutando del paisaje.