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Hay personajes no históricos que cobran vida más allá de su leyenda. Geoffrey de Monmouth (1100-1155) en su Historia de los reyes de Bretaña inventó al rey Arturo, personaje de enorme ambigüedad clave en el folclor franco-británico. Su historia atrajo al francés Chrétien de Troyes (1150-1183) y al inglés Thomas Malory (1414-1471), quienes incrementaron la leyenda. El segundo dándole énfasis a la mítica espada en la piedra, Excalibur.
El cine aborda esta historia heroica, fantástica, en demasiadas versiones: las clásicas espectaculares Los caballeros del rey Arturo (1953, Richard Thorpe), El príncipe valiente (1954, Henry Hathaway); la excelente moderna Excalibur (1981, John Boorman); la mediocre posmoderna El rey Arturo (2004, Antoine Fuqua), entre muchas otras.
Toca el turno a una mezcla de todo lo anterior que reinventa a Arturo como huérfano en la medieval Londinium, hasta que se topa con la espada que lo vuelve rey (Charlie Hunnam), y con la que derrota al tirano usurpador Vortigern (Jude Law), asesino de su padre Uther (Eric Bana).
En su noveno largometraje El rey Arturo: la leyenda de la espada (2017), el ex inventivo Guy Ritchie usa la misma fórmula que en sus actualizaciones de Sherlock Holmes: exagera el espectáculo. Acción y sólo acción, nada más.
Moderniza, dizque, la leyenda; al carecer de sustento histórico, Ritchie mezcla la mitología hasta diluirla.
El resultado, con poco de las fuentes tradicionales, es dramática y estéticamente un largo episodio inédito, tirado a la basura, de la exitosa saga televisiva Juego de tronos acerca del único rey y su antagonista ahí ausentes; es una cínica versión cómic tipo “Avengers en la Edad Media”.
En el año 1973 se publicó la popular novela Un saco de canicas, recuento semi autobiográfico del improvisado escritor Joseph Joffo. Dos años más tarde, el francés Jacques Doillon la llevó al cine. Ahora, para su noveno título cinematográfico el canadiense Christian Duguay hace su versión. Un saco de canicas (2017) es la intensa crónica de cómo dos hermanos sobreviven la invasión nazi en Francia.
Aunque esta versión es inferior a la de hace 42 años, es vívida al describir la época; profunda en los sentimientos filiales y paternos frente al horror definitivo de la segunda guerra mundial. Duguay dirige su mejor película, precisa, inspirada. Un saco de canicas es una destacada crónica del heroísmo cotidiano de dos niños con inquebrantable voluntad para aferrase a la vida.
El ejemplar semanal de terror es Alien: covenant (2017), filme 24 del prolífico maestro Ridley Scott, que ya parece mal chiste: la secuela de Prometeo (2012), a su vez “precuela” de Alien, el octavo pasajero (1979).
La supuesta novedad es que la historia ya no sucede en una asfixiante nave espacial; sucede en un planeta inhabitado igualito a la Tierra. Donde se presenta la misma situación; el esquema de siempre en esta serie aparece una vez más. Más desgastado, claro. Igual que en su momento sucedió a Ripley (Sigourney Weaver), el peso de la trama recae sobre Daniels (Katherine Waterstone).
Por supuesto, el amorfo y amoral alien sólo está para infectar y depredar.
El oficio de Scott, y el profesionalismo del editor Pietro Scalia & del fotógrafo Dariusz Wolski,
son insuficientes para sostener la película.
Su hábil elegancia visual no oculta la falta de originalidad en el argumento; entretenido como ejercicio de estilo y suspenso, es insatisfactorio ante la reiterativa dramaturgia fundada por Scott, convertida en una suma de lugares comunes.