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Desde lo alto del cerro Cuahilama o “bosque de la anciana” se domina una amplia vista sobre la cuenca de la Ciudad de México. El Cerro de la Estrella se sobrepone al caserío que invade lo que alguna vez fue el lecho lacustre. En el horizonte aparecen en fila, como miniaturas, las torres de edificios de la avenida Reforma. La mancha urbana se expande hasta las faldas del Cuahilama, desde donde, hace más de 550 años, los mexicas podían vigilar cualquier movimiento que amenzara su poderío en sus territorios conquistados, en la extensión del lago o en las mismas chinampas donde los xochimilcas hacían florecer los productos que enviaban en canoas hasta la Gran Tenochtitlán.
En las laderas de ese cerro que, según fuentes históricas fue el sitio donde originalmente se asentaron los xochimilcas, mucho antes de la llegada de los mexicas, aquellos primeros pobladores plasmaron sobre piedras símbolos relacionados a la naturaleza del lugar y al calendario agrícola. Sobre esas rocas ahora invadidas por la maleza también trazaron con puntos y líneas representaciones de arroyos, manantiales y ojos de agua; otras fueron utilizadas como marcadores solares.
La presencia de esos grabados en ese cerro ubicado en el pueblo de Santa Cruz Acalpixca, Xochimilco, es muy bien conocida por los habitantes de la zona, pero en los últimos años, el crecimiento exponencial de asentamientos irregulares en sus alrededores los ha puesto en peligro, constantemente son grafiteados y vandalizados. “El crecimiento urbano nos está ganando... hace 20 años eran campos de cultivo o propiedades particulares con pequeñas viviendas, pero ahora hay un boom de asentamientos irregulares que están afectando la integridad de los vestigios y del sitio”, expresa a EL UNIVERSAL el arqueólogo Juan Carlos Campos Varela durante una visita a este sitio, donde desde 2015 encabeza un trabajo de salvamento arqueológico.
Este proyecto de la Dirección de Salvamento Arqueológico del INAH, en colaboración con la Autoridad de la Zona Patrimonio de la delegación Xochimilco, inició hace un año la restauración y conservación de 16 grabados con el fin de retirar grafitis y pintas que habían invadido las rocas.
El proceso, explica el arqueólogo, ha sido complicado debido a que hace unos años, en un intento por atender el problema, vecinos intentaron limpiarlos con solventes y técnicas improvisadas que hicieron que la pintura se impregnara más en la piedra. “A éste le colocaron una capa con pintura de aceite para quitarle las pintas, pero por más solventes que les apliques no se quita, su limpieza tiene que ser manual, detallada, muy diferente a que si fuera un grafiti en la Catedral; los procesos pueden generar un desgaste sobre la piedra, y si las piezas dañadas fueran de cantera, como en un edificio histórico, pues se cambian, pero estos grabados, son únicos”, expresa el joven arqueólogo al pie de la representación de un itzcuintli que luce en un gris más oscuro que el color del resto de la piedra. En algunos de esos labrados, explica, la pintura se impregnó tanto que fue imposible retirarla por completo. “Se necesitaría un trabajo milimétrico para poderlo limpiar y ahora es prácticamente imposible. Rebajamos el color, pero en algunos se quedó”, dice.
Hace unos años, los vecinos y la delegación adaptaron un camino de piedra para que los grabados pudieran ser visitados, con el tiempo se convirtió en una vereda por donde transitan los que habitan en los alrededores. Para protegerlos, colocaron rejas y los techaron, pero tampoco los alejó del vandalismo; además, las estructuras metálicas estaban sostenidas sobre las mismas rocas con grabados.
El sitio, plantea Campos Varela, es de propiedad privada, pero legalmente nadie ha podido acreditar su propiedad, y aunque forma parte del área de amortiguamiento de la zona considerada como Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO, no cuenta con ningún tipo de vigilancia ni tiene declaratoria de zona arqueológica: “En Xochimilco, la zona patrimonial es la chinampera, pero alrededor hay áreas de amortiguamiento para su conservación, como ésta. Lo que tratamos de hacer, entre todas esas problemáticas de tenencia de la tierra, es proteger todo lo arquelógico del cerro”.
Ahora, para una mejor protección de las rocas labradas, cambiarán y reforzarán las rejas, además de que colocarán mallas metálicas por donde no quepa ni una mano. “No se ve bien estéticamente, pero es necesario para su conservación”, expresa.
Consolidan terrazas. A la par de esta restauración, los arqueólogos han realizado recorridos para inventariar los vestigios que hay en las casi ocho hectáreas del cerro.
Además de los 16 labrados, han registrado seis “maquetas”, rocas con puntos y líneas que identifican como representaciones del entorno y marcadores solares, así como cuatro zonas de terrazas que funcionaron como áreas de contención y cultivo, y para espacios habitacionales. “La disposición de estas terrazas nos muestra que el acceso a ese sitio era totalmente controlado, que había mucho control sobre la gente que accedía a las partes altas”, indica Campos Varela.
En la segunda temporada de trabajos que concluye este mes, los arqueólogos han logrado consolidar un área de terrazas que yacía entre la maleza, cascajo de construcción y basura. En los recorridos en la zona también han recuperado una gran cantidad de restos de cerámica, figurillas y pequeños objetos de diferentes épocas, como monedas del siglo pasado.
Vigilancia y control. A un costado del Cuahilama se extiende otro cerro conocido como Piedra Larga, cuyas características son similares al primero. Sus laderas también han sido invadidas por asentamientos urbanos. Los trabajos de salvamento que realizan los arqueólogos del INAH se han extendido hasta este sitio y también han registrado grabados en piedra y estructuras prehispánicas. Ahí, los mexicas adaptaron miradores de uso militar, señala el arqueólogo desde la otra loma: “Encontramos que una parte de ese cerro fue hecha para ser una fortaleza militar”.
Por su ubicación geográfica, explica, ambos sitios fueron utilizados por los mexicas como punto de vigilancia, pero también como aduana de control y tránsito para el acceso de las personas, principalmente de los que venían desde los antiguos pueblos de Morelos y Puebla.