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La vida del periodista está llena de percances y contratiempos, y en ocasiones también de mitos. En los años 20 del siglo pasado, los lectores de la prensa mexicana disfrutaban de conocer las anécdotas que reporteros y fotógrafos narraban en torno a sus noticias o fotografías. En el gremio de los periodistas todos eran conocidos, y uno de los fotógrafos más antiguos fue Agustín Víctor Casasola (1874-1938), quien figuró como cabeza del clan que hoy identificamos con la memoria de la Revolución mexicana.
Agustín inició en la prensa como ayudante de tipógrafo, y a partir de 1894 como reportero para periódicos como El Liberal, El Correo Español, El Popular y EL UNIVERSAL. Posteriormente aprendió fotografía, y al iniciar el siglo XX trabajó en El Mundo Ilustrado y El Imparcial alternando la redacción con la captura de imágenes.
El hermano de Agustín, Miguel Víctor, también fue fotógrafo de prensa. Por su parte, los hijos de Agustín, Gustavo e Ismael, se iniciaron en el periodismo a cortísima edad. El investigador Daniel Escorza Rodríguez cuenta que cuando Gustavo tenía 13 años, su padre lo integró a la agencia de información que tenía con su primo Gustavo Herrerías en 1913. Ismael, dos años más joven, ingresó como fotógrafo a EL UNIVERSAL ILUSTRADO en 1920, cuando contaba apenas con la mayoría de edad. Un tercer hijo varón, Agustín Jr., se sumaría luego a la misma profesión.
En los años 20 ya se reconocía a Agustín Casasola como formador de una generación de fotógrafos que además de sus hijos incluía a Abraham Lupercio, Jerónimo Hernández, Refugio Martínez, Francisco Romero y Víctor León. Los fotógrafos se perfilaban como figuras míticas, pues eran dueños de historias sensacionales y testigos directos de eventos históricos. El mito se alimentaba del ánimo detectivesco con el que narraban sus aventuras, de la curiosidad o el ingenio que empleaban para obtener datos inéditos, de su olfato para resaltar lo interesante, así como de la suerte y la ventura con la que salvaban las situaciones más adversas y absurdas.
Agustín comenzó a forjar su leyenda. En 1927 fue entrevistado para el reportaje “La cámara de Casasola y sus revoluciones”, que se publicó el 22 de septiembre en EL UNIVERSAL ILUSTRADO. Ahí contó que en su establecimiento almacenaba más de 25 mil placas que tenían un gran interés periodístico, pero que también abordaban momentos clave de la historia de México: desde la caída de Porfirio Díaz, el interinato de Francisco León de la Barra, la entrada triunfal de Madero, el cuartelazo de la Ciudadela, el breve periodo de Victoriano Huerta, los zapatistas y los villistas, y los periodos de Carranza, Adolfo de la Huerta, Obregón y Calles.
Entre los relatos de las fotografías más memorables que había hecho, Agustín narró en aquella entrevista un fusilamiento de la época de Porfirio Díaz. Fotografiar una ocasión así se consideraba una audacia y una irreverencia, pero más impactante había sido la valentía del sentenciado, que iba hacia el patíbulo sonriendo mientras exclamaba un “¡adiós, muchachos!” a sus amigos; luego las ejecuciones se pondrían “a la orden del día” a causa de la Revolución, pero Agustín consideraba haber sido uno de los primeros en fotografiarlas. También resaltó las imágenes que hizo durante la Decena Trágica, entre ellas la de Madero montando su cabalgadura blanca y dirigiéndose desde la Fotografía Daguerre (ubicada en el actual cruce de avenida Juárez y Eje Central) al Palacio Nacional por la calle de San Francisco (actual calle Madero); además de las fotografías que hizo al general Félix Díaz y al general Mondragón en la Ciudadela. En otra ocasión, Agustín narró a los periodistas cómo fue que escapó de la Cárcel de Belem disfrazado de mozo, tras ser encarcelado por un asunto de difamación. Su tiempo en prisión fue bien aprovechado, pues obtuvo “datos precisos de los más famosos crímenes”, y con ese material publicó una exitosa serie de reportajes. El genio y la suerte del periodista estaban siempre en sus narraciones.
Las anécdotas alrededor de los retratos que los fotógrafos hicieron a los líderes revolucionarios tenían algo de sensacional, por eso EL UNIVERSAL ILUSTRADO publicó en 1921 la experiencia que Fernando Sosa tuvo con Pancho Villa, y la de Víctor León con Madero. Ismael Casasola, en cambio, narró al reportero la ocasión en que retrató al general Juan Barragán, miembro del Estado Mayor de Venustiano Carranza, tras el asesinato de éste en mayo de 1920. Barragán estaba detenido en la Cárcel Militar de Santiago, en Tlatelolco; e Ismael, de 18 años, estaba a prueba para trabajar en EL UNIVERSAL. Ismael logró meterse a la cárcel sin que nadie se diera cuenta, y al llegar a la celda advirtió que el elegante general estaba rindiendo declaración en ese momento. Era la historia de un albur: “Silenciosamente entreabro, un poco, la puerta, para poder encender el magnesio. Afoco, suena un fogonazo. El de mi fotografía. Inmediatamente saltó un individuo con una pistola en la mano: ¿Qué hace usted? (…) Me encerraron y ya preso, con la pistola en una mano y con 100 pesos en la otra, me obligaron a quebrar la placa que con tanto trabajo había tomado. La rompí ante sus amenazas: y al día siguiente, después de haber salido libre, apareció en mi periódico esta foto de Juan Barragán, en una celda de Santiago”.
Además de las fotografías noticiosas, Ismael Casasola ilustró numerosos reportajes entre 1920 y 1921, muchos de ellos en torno a la Ciudad de México. El texto guiaba el sentido del conjunto y ocupaba más espacio que la imagen en el reportaje. Sólo al paso del tiempo los fotógrafos conquistarían la voz de sus propias historias, y los reportajes de la segunda generación de los Casasola formarían parte de este proceso.
“La hora tonta de México” (1921) fue un reportaje escrito por “Júbilo” que señalaba la frivolidad que reinaba en la calle San Francisco (hoy Madero): “A los lados de la avenida se estaciona la imbecilidad masculina”, afirmaba el reportero refiriéndose a los “fifís” que permanecían en las banquetas luego de tomarse algo en los cafés y restaurantes como El Globo y Sanborns. Entonces las fotos de Ismael muestran la calle y los grupos de “viejos verdes” y “niños ridículos” inquiriendo con su mirada a toda mujer o vehículo que circulara por ahí. El reportero exponía sus ideas y el fotógrafo las completaba.
Otro reportaje de la vida urbana fue “Lo que debe desaparecer de la Ciudad de México” (1926), de Gustavo Casasola. No se indica el nombre de un redactor. Breves textos guían la lectura de fotos en viñetas que cobran más fuerza que las letras. Las imágenes señalan las carencias y sinsentidos que vivían los ciudadanos, al mismo tiempo que los caricaturizaban: la gente duerme en las jardineras de la calle, bebe “a pura trompa” en una fuente, brinda en la pobreza y se afeita en la calle.
Por otro lado, “Los escaparates de la ilusión” (1927) fue producto de la colaboración entre Francisco del Rey y Gustavo Casasola. Reportero y fotógrafo caminaban por la calle en busca de un tema cuando de pronto surgió la idea. Mostraron a personas mirando las vitrinas de varios comercios según las necesidades y deseos de cada una. Sus imágenes señalaban de nuevo disparidades sociales de forma sutil: la fragilidad absoluta de una madre pobre viendo tienda de cunas, y un niño con hambre frente a viandas y jamones, aparece junto a mujeres elegantes que desean joyas y vestidos nuevos. Esta clase de testimonio visual sería practicado después por otros profesionales.
El reportaje “Así vio a la penitenciaría la gráflex de Casasola” (1926), también hecho por Gustavo para EL UNIVERSAL ILUSTRADO, era corto de textos y mostraba la cárcel de Lecumberri con sus trabajadores y prisioneros. En lugar de viñetas y ornamentaciones geométricas, las fotos formaban un mosaico a doble página que mostraba la cárcel con sus torres de vigilancia y sus celadores, y a los prisioneros: hombres y mujeres formados afuera de sus celdas, ellas con sus hijos, los reclusos enfermos y los presos en las áreas de trabajo. La desolación en pleno.
Finalmente, el mismo Gustavo hizo un reportaje gráfico del “milagroso” Niño Fidencio en Espinazo, Nuevo León, en 1928. El pueblo había multiplicado su número de habitantes a partir de los migrantes establecidos alrededor de la hacienda donde “el Niño” vivía. La puesta en página no sigue el formato de viñetas, tampoco de mosaicos, es una secuencia comentada de imágenes. La portada del reportaje fue armada con recortes, ya que sobre la fotografía de una multitud se colocó la silueta del Niño Fidencio y un infante enfermo balanceándose con un columpio. Encima del rostro de Fidencio se pegó también un recorte de su rostro. El fotógrafo capturó la espera de los fieles, el reparto de medicinas, la entrega de ofrendas en un árbol “sagrado”, campamentos alrededor del pueblo y a varios personajes.
“Entre disparos de máuser y relámpagos de magnesio, crecieron, y se hicieron hombres los Casasola de la segunda generación”, escribió el crítico Antonio Rodríguez. Luego llegó la calma. Tanto Gustavo como Ismael se enfrentaron a nuevas formas de comunicación, y entre ellas, al despliegue del reportaje gráfico. Su carrera periodística aún estaba en sus inicios. Al igual que la dinastía de los Casasola.