"La ley del menor esfuerzo". De esta frase han echado mano, durante mucho tiempo, padres de familia y profesores para criticar a sus hijos y alumnos cuando muestran poca proactividad ante sus labores diarias o privilegian las vías más laxas, fáciles o poco exigentes para sacar adelante cualquier tarea.

No cumplir con las labores a tiempo, nunca madrugar, pasar el tiempo durmiendo en lugar de hacer ejercicio, elegir siempre el ascensor antes que las escaleras, transitar por el camino más corto y hasta adoptar la filosofía del "todo fluye" son rasgos que típicamente se atribuyen a las personas vagas o perezosas.

Ahora, para aquellos que clasifican en este grupo hay una buena noticia: esa flojera no es del todo culpa de las personas ni es una característica del todo mala. De hecho, la ciencia ha comprobado que se trata de una especie de "jugada" inteligente del cuerpo para guardar energía y utilizarla cuando sea realmente necesario.

En el 2008, un estudio de la Escuela de Medicina de la Universidad de Swansea, en el Reino Unido, demostró que la dificultad que algunas personas tienen para empezar el día, en otras palabras para levantarse de la cama (por lo cual son calificados de perezosos), parece estar relacionada con la capacidad de algunos genes de modificar los niveles de ácido ribonucleico (ARN), el cual indica qué tan activa es una persona.

Se sabe, por ejemplo, que existen dos genes relacionados con el sueño y la vigilia: REV-ERB y Per2. El primero tiene su máxima actividad entre las 4 y las 5 de la tarde, lo que hace a la persona esencialmente nocturna. La actividad del segundo, por el contrario, es más que todo hacia las 4 de la mañana, así que se relaciona con personas madrugadoras y que no tienen dificultad para saltar de la cama.

Citada por la BBC, Sarah Forbes-Robertson, una de las autoras del estudio, aseguró que cualquier alteración en estos genes puede disminuir o aumentar los niveles de movimiento, haciendo a la persona perezosa o hiperactiva.

En el 2011, el investigador Gregory Steinberg, de la Universidad McMaster, en Canadá, encontró que cuando se practica ejercicio de manera regular, el número de mitocondrias (partes de las células encargadas de suministrar energía) de las fibras musculares se aumenta de manera significativa, lo que induce al movimiento, pues se acumula energía. Cuando una persona es más pasiva en su movimiento ocurre lo contrario: la concentración de mitocondrias disminuye y, por lo tanto, hay menos estímulos para moverse.

Lo anterior explicaría por qué, luego de no hacer ejercicio por un buen tiempo, a las personas les cuesta más retomar una rutina.

Y por si quedan dudas de la responsabilidad de la genética en la vagancia de algunos, en el 2013 se dio a conocer el estudio de un grupo de científicos de la Universidad de Misuri, en Estados Unidos, que da cuenta de ello.

De acuerdo con sus hallazgos, publicados en el American Journal of Physiology, existen hasta 36 genes relacionados con la motivación para vencer la pereza y promover el movimiento y el ejercicio. Así se determinó tras analizar ratas que corrieron voluntariamente durante varios días en ruedas giratorias. Al final se encontró que había un grupo de roedores más activos que otros, lo que, según los investigadores, se debe a las diferencias en los rasgos genéticos de los animales.

No todo es genética

Hacer ejercicio constantemente no es una cualidad generalizada en las personas. Hay quienes disfrutan pasar horas y horas en el gimnasio y hay otros que ni siquiera han pisado uno en su vida.

Pero más allá de la pereza, la falta de iniciativa para hacer alguna actividad física puede estar relacionada con la manera como el cuerpo asimila el ejercicio. Hace algunos años, Panteleimon Ekkekakis, profesor de quinesiología de la Universidad Estatal de Iowa, demostró que el estímulo para moverse está condicionado a los niveles de oxígeno de cada persona, lo que se relaciona directamente con la capacidad pulmonar.

Por su parte, el reconocido biólogo molecular estadounidense Bruce Lipton defiende la idea de que somos más dependientes del medioambiente que de los genes, incluso cuando se habla de la flojera de las personas.

El especialista asegura que las células son inteligentes y se acomodan en función del ambiente en el que vive cada individuo, al punto de que si este requiere menos esfuerzo, también habrá menos actividad genética.

No obstante, a pesar de la tendencia moderna del ser humano a la pereza, algunos científicos no creen que esta holgazanería sea producto de la naturaleza. También, dicen, existe una respuesta psicológica al estrés, a lo vertiginoso, a la competencia social, a las heridas emocionales y a los miedos. Esto podría generar un estímulo al no movimiento, que se convierte en pereza. Es lo que algunos denominan el síndrome amotivacional.

Ahora bien, con tantos argumentos y evidencias científicas que respaldan a los perezosos, ¿hasta qué punto conviene ser flojo?

La fisioterapeuta Rocío Barrero dice que es necesario fijar un punto medio. “Es cierto que el descanso y el quedarse quieto son producto de la evolución biológica y que sin ello es imposible ser consciente o actuar de acuerdo a las necesidades específicas de cada persona. Sin embargo –dice Barrero–, cuando la inacción y el reposo se prolongan, pueden alimentar lo que comúnmente llamamos pereza”, concluye.

kal

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