“A la gente se le olvida lo que vivíamos en 1968: la legalidad era una burla absoluta y estábamos bajo una dictadura de facto. El ejército era usado como policía y las prisiones militares eran usadas como reclusorios para civiles.”
Gilberto Guevara, Volver al 68, Nexos, 1993
A 50 años de la masacre del 2 de octubre de 1968, recordamos cómo el Estado mexicano utilizó al ejército —a lo largo de meses— para reprimir el movimiento estudiantil. Los estudiantes se manifestaban contra las represiones y los abusos del Estado, contra la falta de libertad y el descontento social. Querían un cambio social y político en el país. El Estado respondió como sabía hacerlo: deteniendo, torturando, amenazando y matando. Escribía Luis González de Alba 25 años después en la revista Nexos sobre los eventos del 2 de octubre: “Los dirigentes probamos con el crimen del 2 de octubre lo que veníamos diciendo: que el gobierno era incapaz de responder como no fuera reprimiendo.”
La violenta represión del 2 de octubre marcó un hito en la historia de México. A partir de ese momento, el ejército dejó de utilizarse para controlar manifestaciones urbanas, aunque continuó usándose en zonas rurales, contra guerrillas y manifestaciones campesinas. Pero los años nos han hecho olvidar. De nueva cuenta, se ha normalizado la presencia del ejército en las calles de nuestras ciudades, en carreteras y en puestos de control. Ya no se reprime (abiertamente) a los disidentes políticos sino que se combate al crimen organizado, esa figura jurídica abierta donde caben por igual El Chapo Guzmán que una mujer que carga medio kilo de marihuana de Chiapas a la CDMX y que justifica cualquier exceso en defensa del Estado.
Los riesgos de usar al ejército como un cuerpo de control social continúan siendo los mismos hoy que hace 50 años: tortura, el uso desproporcionado de la fuerza y civiles muertos al calor de los eventos. Así lo muestra el documental Hasta los dientes (aún en salas), donde se relata el asesinato —en 2010— de otros estudiantes a manos del ejército: Jorge y Javier. Estos dos jóvenes se encontraban en su universidad, el Tec de Monterrey, cuando el ejército entró persiguiendo a unos delincuentes. Los estudiantes fueron confundidos y ejecutados sumariamente. Al darse cuenta del error, los militares movieron los cuerpos, los golpearon hasta dejarlos casi irreconocibles y les sembraron armas para presentarlos ante los medios como sicarios, miembros del crimen organizado armados “hasta los dientes”. Daños colaterales, dijo el gobierno de Felipe Calderón cuando ya era imposible sostener la mentira de que los homicidios se justificaban por tratarse de delincuentes.
En unas semanas se prevé que la SCJN decida sobre la constitucionalidad de la Ley de Seguridad Interior. Esta norma faculta al ejército a participar en tareas de seguridad pública, simplemente llamándolas de “seguridad interior”. Se trata de tareas que, según nuestra Constitución, corresponden exclusivamente a las autoridades civiles. La historia nos ha dejado en claro los riesgos que implica tener al ejército en la calle y los abusos que se cometen en nombre de la defensa del Estado. A pesar de que nuestro próximo presidente asegure que no usará al ejército para reprimir y que tendremos un ejército que limite el uso de la fuerza y respete los derechos humanos, los peligros son indiscutibles. El ejército es un cuerpo de guerra y sus miembros están entrenados, equipados y organizados para eso.
El país ha cambiado mucho desde el 68 y a la vez no ha cambiado tanto. En pleno 2018, la legalidad es una burla, el ejército hace las veces de policía y las instalaciones militares aún sirven de centros de detención de civiles. Los ministros y ministras de la SCJN tienen en sus manos la oportunidad de acotar la participación del ejército en nuestras vida política y social. Al decidir sobre la constitucionalidad de la LSI esperemos recuerden nuestra historia, incluido el 2 de octubre.
División de Estudios Jurídicos CIDE.
@ cataperezcorrea