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Ya empiezan a correr buenas cantidades de tinta en relación con la sentencia del caso Ayotzinapa, emitida por el Primer Tribunal Colegiado del Décimo Noveno Circuito con sede en la Ciudad de Reynosa, Tamaulipas. Seguramente en los siguientes días, semanas, meses y años se escribirán ríos, pues se trata de una sentencia histórica que marca un antes y un después: una sentencia que viene del futuro.
Esta es la razón, a mi entender, por la que, en muchos de los artículos y opiniones críticas se privilegian los adjetivos antes que los análisis de fondo: “es demencial”; “está cargada políticamente”; “es un regalo para ya saben quién”; “pasa por encima de la investigación más exhaustiva que se haya hecho en la historia de México”; “le abre la puerta de la cárcel a los delincuentes detenidos”.
Estos comentarios están anclados en un pasado que debemos desterrar. Un pasado que nunca entendió las bondades de la revisión judicial para mejorar la situación del país, ni los beneficios de hacer valer el derecho a un recurso judicial efectivo; que no creyó en la importancia de las sentencias para una democracia y que prefirió normalizar la tortura, las desapariciones y las ejecuciones extrajudiciales, los abusos impunes de las autoridades que pueden usar la fuerza, pues.
Quien asegura que los magistrados del Colegiado de Reynosa excedieron sus atribuciones, parece, en el mejor de los casos, que no se tomó la molestia de leer los considerandos de la misma con atención o, en el peor, que no está en sintonía con los conocimientos de derecho constitucional y derecho convencional que la sentencia exige de sus lectores.
Porque lejos de lo que muchos de sus detractores alegan, la sentencia no es una ocurrencia sin asideros o el producto de un palomazo de los magistrados que, en forma unánime, vale la pena recordarlo, tomaron la decisión.
La sentencia, dictada por un órgano legítimo, es el producto de la reforma constitucional en materia de derechos humanos del año 2011 y, por lo tanto, de la recepción por parte de México, en ese mismo año magnífico y que ahora parece tan lejano, de la sentencia Radilla y todo el conocimiento jurisprudencial desarrollado durante cuatro décadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El texto es también producto del trabajo del Grupo Interdisciplinario de Expertos independientes acordado por la Comisión Interamericana y el Estado Mexicano (que ya puede considerarse una de las mejores inversiones hechas por México en la historia contemporánea) y del desarrollado por Equipo Argentino de Antropología Forense.
En este sentido, la sentencia es el producto de una lectura del derecho mexicano con visión de integral y de futuro, que toma en cuenta lo que dice la Constitución, pero también algunas jurisprudencias de la décima época emitidas por la Suprema Corte y los tribunales colegiados, la Convención Americana de Derechos Humanos y el Protocolo de Minnesota, entre muchas otras fuentes que sólo pueden dimensionarse correctamente si nos liberamos de viejas concepciones jurídicas.
La sentencia ve hacia el futuro porque quiere verdad en una historia plagada de versiones fabricadas ilegalmente; porque quiere justicia en donde sólo la obstrucción y la simulación han reinado; porque busca poner el derecho de las víctimas en el centro de una trama que ha tratado de invisibilizar su dolor.
Es necesario leer la sentencia, asimilar su peso histórico y exigir su cumplimiento total (lo que no es optativo para las autoridades). Nos ofrece una vía para encontrar el futuro.
Profesor de Derechos Humanos