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Quizá la más grande película de Pixar Animation Studios sea todavía Toy Story (1995). A partir de ella el estudio se convirtió en la marca preferida de animación del gran público, y su estilo, en diseño y sentimiento, ha sido a partir de entonces una influencia para las cinematografías de todo el mundo. La franquicia Mi villano favorito, creada por el estudio francés Mac Guff, o la más o menos reciente adaptación francesa de El principito (The Little Prince, 2015) lo demuestran tanto como Ana y Bruno (2017), el filme animado del mexicano Carlos Carrera. No me atrevo a decir que sin Pixar estas películas no existirían —aunque es muy probable— pero sí a pensar que sin su influencia se verían muy distintas. ¿Mejores o peores? Eso sólo lo puede decidir la imaginación. El hecho es que Toy Story fue la película que definió el incalculable peso de Pixar y también la fórmula dramática que sigue utilizando el estudio. Hasta el momento la fórmula sólo ha sido trascendida por la genial triada de Ratatouille (2007), WALL-E (2008) y Up (2009), filmes que no renuevan pero sí logran explorar los patrones típicos con mayor madurez. Este no es el caso de Coco (2017), un filme cuya inmensa belleza se mira y se escucha tanto como en los mejores filmes de Pixar, pero que no destaca del todo a causa de un guión abundante en lugares comunes.
Los espectadores experimentados sabrán inmediatamente hacia dónde se dirigen los dos giros centrales de Coco; todos los demás saben, desde la sinopsis, en qué acaba. ¿Está mal que Pixar se dedique al melodrama? De ninguna manera. El sentimentalismo es una necesidad e incluso un estilo que han abordado cineastas mayores, de Douglas Sirk a Steven Spielberg, pasando por Rainer Werner Fassbinder, pero el problema es que Coco sigue los patrones de un estudio donde buena parte de sus películas tratan sobre un individuo, generalmente muy joven, que lucha contra alguna tradición para transformarse en su propia idea de sí. Un periplo inesperado le enseñará el valor de la madurez y le llevará a reconciliarse con su familia.
En el caso de Coco el punto de conflicto y rescate es la tradición. Por un lado, el desprecio por la música de toda una familia oprime a Miguel, un niño que aspira a ser un gran cantante y guitarrista como su héroe, Ernesto de la Cruz, mientras que por el otro lado la tradición será la salvación de Héctor, una calaca que Miguel conoce en la tierra de los muertos y que promete ayudarle al niño a conocer a su ídolo. A cambio de este favor, Miguel pondrá la foto de Héctor en un altar del Día de Muertos para evitar que el olvido lo consuma y, aunque ya muerto, finalmente muera. Lo que buscan establecer los directores Lee Unkrich y Adrian Molina es el muy recurrido tema del equilibrio entre el amor familiar y la realización individual.
Pero esto no quiere decir que Coco sea desechable, al contrario, hay algunos aspectos del guión, como la representación de la vida de pueblo o de la matriarca invencible en sustitución del padre ausente, que demuestran un esforzado intento por comprender lo mexicano. Sí, la aparición de los alebrijes como antiguos guardianes que atraviesan el umbral entre la vida y la muerte es una fea distorsión de nuestros famosos monstruos —inventados en el siglo XX por Pedro Linares—, pero es una ligera licencia rodeada por un vasto estudio de la arquitectura, la ropa, la comida, la música y el cine de México.
El diablo está en los detalles, pero también la recreación de lo real. Las primeras escenas de Coco nos muestran a Miguel conviviendo con su familia en el pueblo ficticio de Santa Cecilia, uno que los viajantes veteranos se habrán encontrado en Oaxaca. Del empedrado a la construcción de las casas, Santa Cecilia da una impresión inmediata de lo visto, más que de lo imaginado. La playera de la Selección Mexicana que usa un personaje y la sencilla pero peculiar forma de vestir de Miguel evocarán en muchos mexicanos la imagen de primos, hermanos, hijos y amigos. Más adelante aparece el panteón del pueblo, que, espolvoreado con pétalos dorados de cempasúchil e iluminado por velas para guiar el camino de los muertos, es una probable alusión a San Andrés Mixquic. El sincretismo es inevitable en una película que se propone capturar la diversidad de lo mexicano pero los directores se las arreglan para convertir cada locación en un espectáculo no amontonado: heterogéneo.
La tierra de los muertos en Coco no tiene mucha relación con los ríos de sangre del Mictlán mexica pero sus alusiones al Palacio de Correos de México, a los coloridos pueblos de la geografía nacional y a las pirámides de la antigüedad constituyen uno de los más impresionantes homenajes a nuestros viejos arquitectos. El México moderno de González de León y Zabludowsky —Abraham, por supuesto— parece no existir en Coco, pero, siendo justos, ¿quién piensa en los rascacielos de Milán cuando está idealizando Italia? El presente será algún día el pasado y sólo entonces se ganará su acceso al sueño de la cultura nacional. Además Coco no se propone ser un acercamiento crítico o complejo a la cultura mexicana sino uno rico y elogioso. Quizá la música, tan importante para la trama, sea el acento que mejor contribuye a esta intención.
Bajo la asesoría de Camilo Lara, del Instituto Mexicano del Sonido, Coco explora distintas tradiciones musicales mexicanas, del mariachi al norteño, pasando brevemente por el punk hardcore. El efecto que termina de construirse ya no es el de un cliché desgastado de sombreros y tequila sino el de un pueblo mejor en la idea que en la realidad —como todos—, portador al mismo tiempo del valor universal del perdón y del carácter local del chanclazo. Hay que valorar a un cine industrial que se arriesga a confundir a la audiencia de su país por referirse a las estrellas de otro. Los espectadores estadounidenses no entenderán por qué Ernesto de la Cruz vestido de sacerdote nos recuerda a Los tres huastecos (1948) ni mucho menos qué película sea esa pero Unkrich y Molina demuestran el riesgo que le falta a su trama con apariciones de Pedro Infante, Jorge Negrete, Cantinflas y Frida Kahlo. La impresión general es una de admiración e incluso respeto que, si bien no nos da una de las películas mayores de Pixar, al menos le da al mundo la posibilidad de soñar un paseo entre los mexicanos.