Pocas veces se presencia un espectáculo como Kingsman: The Golden Circle. Desafiando las leyes de la física, el director Matthew Vaughn (Kick-Ass, X-Men: First Class) y su guionista de cabecera Jane Goldman (ídem) fueron capaces de meter una gran, enorme cantidad de estupideces en un espacio de apenas dos horas con veinte minutos. Y sí, sé muy bien que 140 minutos parecen demasiado, pero cuando uno hace el conteo de la cantidad de idioteces que hay en el guión, sorprende que la película no dure 8 horas.

Claro, todos tenemos un buen recuerdo de la primera Kingsman (Vaughn, 2014), una afortunada mezcla de géneros (el hero’s journey combinado con película de espías) cuya similitud con Men in Black (Sonnenfeld, 1997) alcanzó incluso hasta sus secuelas. Esto no es sino una forma elegante de decir que las segundas partes de ambas franquicias apestan feo y sufren de los mismos defectos: exceso de presupuesto, de personajes, de “estrellas” y de ocurrencias que debieron morir en alguna de las revisiones al guión pero como ahora si tenemos presupuesto, who cares?, tu déjalo, “está chistoso”.

Y si, cuando se lo propone, esta película puede ser divertida y hasta arrancar un par de carcajadas, pero esos momentos no son provocados por el guión sino a pesar de este. Mucho del “humor” que destila la cinta ocurre no por lo depurado de los gags, sino porque las situaciones ya son tan francamente ridículas que dan gracia. Humor involuntario le llaman.

Así, en esta segunda entrega, todos los Kingsman son eliminados, quedando sólo dos viejos conocidos, Eggsy (Taron Egerton) y Merlin(Mark Strong), quienes descubren que en Kentucky, Estados Unidos, hay una agencia similar a la suya, los Statesman, con quienes harán alianza para descubrir quién destruyó a los Kingsman.

La trama en realidad es mucho más complicada. Estamos en un mundo donde todo está permitido (excepto hacer cine): ¿perros robots?, ¡check!, ¿gente con brazos mecánicos?, ¡check!, ¿villanos muertos por una trituradora de carne?, ¡check!, ¿los villanos hacen hamburguesas con la carne del villano muerto por una trituradora de carne?, ¡check!, ¿agentes con lazos láser?, ¡check!, ¿drones que entregan antídotos?, ¡check!, ¿Sir Elton John haciendo un chiste de si mismo?, oh dios… ¡check!

Julianne Moore se divierte de lo lindo interpretando a Poppy (sic), una poderosa narcotraficante cuya base de operaciones está en medio de una selva con construcciones ambientadas en la era de los 50’s. ¿Por qué? pues básicamente porque si. Con todo y lo buena actriz que puede ser Julianne Moore, no le llega ni a los talones de Samuel L. Jackson y su carismático Valentine, el villano de la primera parte.

En cuanto a Halle Berry, Channing Tatum o Jeff Bridges, bueno, ellos sólo hacen cameos extendidos. Lo hacen muy felices, ¿y cómo no?, recibieron un jugoso cheque por hacer tres líneas y sobreactuar (Tatum se la pasa media película en “coma”, Halle Berry todo el tiempo está viendo a una pantalla de computadora y Bridges sale siendo Bridges). Aunque en el terreno de la sobreactuación, nadie le gana a Sir. Elton John quien, suponemos, trae serios problemas económicos o de otra forma no se entiende que haya accedido a convertirse en un chiste de sí mismo en esta cinta.

El humor misógino está presente incluso en formas mucho más enfermas que en una cinta del 007. En una secuencia que parece sacada de una sexy comedia mexicana de los 80, Eggsy tiene que “introducir” a una chica un dispositivo de rastreo. Ése es el nivel de “humor” que por momentos alcanza la cinta.

No obstante, la película es más conservadora que una beata de pueblo: el plan de la narcotraficante Poppy sirve para hacer una vehemente defensa al consumo de drogas recreativas pero al final revira en una penosa moraleja anti-drogas tan chabacana como tramposa. “Mejor consuman alcohol”, es la conclusión final de una película que, en efecto, parece un enorme comercial patrocinado por la industria del whisky.

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