Cuándo murió Chéjov, su esposa, la actriz Olga Kniper, pasó toda la noche junto al cuerpo de su marido, en silencio con su muerte y reverenciando su vida hasta que a la mañana siguiente dio a conocer la noticia. Esto lo sabemos por el diario de la viuda, que Raymond Carver consultó para escribir el cuento homenaje “Tres rosas amarillas”. La esposa de Paul Auster, la escritora Siri Hustvedt, lamenta con dolor el arrebato de la noticia que debió haber dado ella al mundo, pues sin siquiera haber procesado la muerte de su amigo, amante, colega como ella misma refiere la calidad de su relación marital, la palabra había salido inexplicablemente de la habitación llena de libros donde el imprescindible escritor Paul Auster murió el 30 de abril, después de intentar vencer un cáncer de pulmón y de escribir sus últimas palabras temblorosas en una carta a su nieto nacido en enero de este año.

Cuando fallece una figura pública, una figura que mira el mundo con palabras y que nos hace habitar espacios geográficos como Manhattan o Brooklyn —colocada en el mapa literario por él—, además de los espacios de la mente y la emoción de sus personajes, se nos muere a todos. Conocí a Paul Auster leyendo La invención de la soledad. (Aunque por poco lo conozco en persona cuando fue invitado a una comida a la SOGEM en tiempos de Víctor Hugo Rascón Banda, pero se había sentido mal y fue precisamente su esposa Siri quien lo disculpó y habló frente a un grupo de escritores.) Pero uno conoce a los escritores o siente cercanía con ellos por la complicidad que proponen en la lectura de sus libros. Un lazo de palabras se funda, y cuando es con buenaventura, uno olfatea y busca la siguiente experiencia lectora. Surge el deseo de su cercanía por los mundos que imagina y la estética que propone.

Rastreo en los estantes de mi librero los títulos de Paul Auster; no haber leído todos es quizás una fortuna porque me seguiré sorprendiendo, aunque un escritor que amas invita a la relectura, o al encuentro de los subrayados en los libros donde dejamos también un pedazo nuestro mientras nos tomaban y conjugaban el tiempo de escritura del autor con el tiempo de lectura en nuestra vida… y lo seguirán haciendo aunque el escritor ya no esté, y ya no nos pueda sorprender con una nueva búsqueda. Con esa manera tan original en que La trilogía de Nueva York nos confundía en los laberintos de la investigación, la ciudad y el autor donde detective y autor son indistintos. Brooklyn Follies me puso en el pellejo de los peregrinajes de un jubilado estadounidense donde persiste una sensación de nostalgia, de algo perdido.

Esa nostalgia es parte de sus escritos. Me topo con Viajes por el Scriptorium, una propuesta experimental como la observación que se hace al hombre encerrado que no tiene memoria y que es preciso que bautice los objetos que lo rodean con tarjetones de palabras. Quietud, asepsia, desmemoria, nos recuerdan que no somos nada sin la palabra. Y si no vieron la película Smoke, que dirige Wayne Wang, búsquenla porque todo surge del “Cuento de Navidad de Auggie Wren”, que publica Auster en el New York Times; tres personajes coinciden en esa tabaquería tan típica de la esquina de Brooklyn y el actor Harvey Keitel aparece en casa ajena para cenar pavo con una viejecita que festeja a solas. Y ahora que paso la mano por la pasta dura de algunos títulos en inglés o la pasta blanda de los traducidos al español, pienso con tristeza en esa lucha a brazo partido, en esa manera de sobrevivir y de comprender el mundo que es la escritura y lamento que no nos salve de dejar de respirar. Siri Huvstedt dijo que ella y él eran primeros lectores mutuos que compartían el proceso de escritura, imagino el tajo enorme de la escritora ahora sin su interlocutor más íntimo y necesario. Y la abrazo, y nos abrazo.

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