El sábado en la tarde fui a ver la película Napoleón. Aunque no soy un cinéfilo acudí acicateado por la curiosidad, y la esperanza de una tarde encantadora. Como toda película de Scott, era de esperarse la cristalización de una épica llena de intensidad y movimiento. Escenas dramáticas salpicadas de crueldad, arrojo y locura. Sin perjuicio de lo anterior, esperaba que a través de todo este ruido cinematográfico se perfilara la actuación de uno de los mejores actores de nuestra época. También esperaba que se presentara la enigmática personalidad de un portento de la historia.

Algunos han comparado a Napoleón con Hitler, ambos sintetizaron el enojo de un pueblo herido y humillado por la revolución y por la guerra. Su enorme vanidad buscó sanar la autorreferencia derrotada de un pueblo sin esperanza. Ambos surgidos lentamente de un régimen político tildado por el desgobierno y la corrupción, se constituyeron como la alternancia. Ambos ofrecieron regresarle la dignidad a su pueblo, aquella que les había sido robada por los enemigos internos y externos. Para ello, hablaron de la caída del paraíso. Apuntaron a un futuro mítico al que había que regresar y a un pasado vergonzoso que fracasó gracias a la corrupción de sus antecesores.

Tanto Napoleón como Hitler dieron lugar a una guerra continental en Europa. En ella diezmaron a su población y al final restauraron los vicios y falencias que tanto criticaron. Como si el poder en Francia y Alemania solo se pudiera ejercer de una manera y cualquier resistencia estaba condenada al fracaso.

Pero antes de que caigan sobre mí justas diatribas por esta comparación, he de señalar diferencias notables. Napoleón no fue genocida. Sus muertos sucedieron en los campos de batalla. Como gobernante fue civilizador, curioso viajó por el mundo. Aun cuando reinstauró la monarquía, cuajó la base legal e institucional para el desarrollo de la burguesía y con ello del desplazamiento de la aristocracia. Fue un autócrata que modernizó a su país. Es recordado con amor por su pueblo.

Detrás de la parafernalia del poder, la película dibuja a un personaje narcisista, sentimental e histriónico. Cuyos amores fundamentales, ante los cuales se presentaba de manera casi infantil, eran su madre y su primera esposa. Ante ellas se conduce paradójicamente, a veces arrogante y a veces rogón. Busca impresionarlas y su reconocimiento siempre es esquivo. Al final es un personaje profundamente solo y desolador. Su grandeza le salva la vida y se la quita. Toda esa grandiosidad finaliza en una tristeza patética.

Sin duda la película nos enseña el peligro que viven aquellas sociedades que de manera irresponsable colocan su sentido vital en un líder. En un país que ha desterrado a la pobreza, a la ignorancia, a la enfermedad o a la violencia, le importan poco la biografía de sus lideres. Aprende que metas como el crecimiento económico, la justicia social, la paz pública o la democracia política son tareas comunes donde cada quien tiene tareas que hacer frente a sí y frente a los demás y que al gobierno le toca apoyar esas tareas. Por ello, debe exigirse del gobierno austeridad y discreción.

Vienen días de pensarnos con los seres que amamos. Vienen días de prometer enmiendas y asumir correcciones. Porque el amor pasa por uno mismo y el vínculo con el otro y eso requiere cuidado y diligencia. Ojalá que las semanas que le resten al año sean espacio para pensar por nosotros mismos y evitar que nuestra vida pública sea la competencia de vanidades y frivolidades que luego tanto lastiman, y tan poco importan.

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