En la cultura popular, la imagen de Benito Juárez se caracteriza por representar a un hombre de Derecho, así como la figura más importante de la Guerra de los Tres Años y la resistencia a la invasión francesa. Se muestra precisamente como un patriota que, convencido de los ideales liberales de la época, salvaguardó nuestra integridad territorial y conservó a la República.
No obstante, muchas veces se pasa por alto el papel del jurista como “pacificador”. Y es que, paralelo a su construcción como ícono político, el Benemérito llevó a cabo una política intransigente frente a las disidencias. Así, el descontento de ciertos grupos con las Leyes de Reforma estuvo lejos de solucionarse por las vías institucionales, pues esta pacificación poco tuvo de conciliadora.
De acuerdo con Romana Falcón en artículo “El Estado liberal ante las rebeliones populares. México, 1867-1876”, tenemos, por un lado, la insatisfacción profunda de los campesinos e indígenas, acompañado de su violenta efervescencia; y, por otro lado, la reacción represiva del Estado. Los levantamientos y tumultos que surgieron durante ese tiempo se explican gracias a las disputas por la desamortización, a los desacuerdos por la tolerancia religiosa y por los intentos de mantener cierta autonomía de las comunidades.
Como respuesta a las sublevaciones, Juárez reprimió fuertemente estos actos como un método para “calmar” al pueblo. La razón que se tuvo para usar la violencia contra los nativos y rurales se debió a un sentimiento general de temor y desprecio hacia ellos, en primer lugar, por considerarlos un obstáculo a la modernidad y el desarrollo, y, en segundo, porque las autoridades, los intelectuales y la prensa los asociaban con el “salvajismo”.
De entre todos los conflictos que se dieron durante ese periodo, resalta el ocurrido en los Altos de Chiapas en 1867, cuando una mujer llamada Agustina Gómez Chebcheb encontró tres piezas de obsidiana, lo que dio origen a un culto entre los pobladores chamulas de Tzajalhemel, el cual no fue del agrado del jefe político, quien confiscó las piedras. A esto se sumaron algunas protestas relacionadas con la propiedad de la tierra y el agua, el pago de las contribuciones y el trabajo forzado. La réplica de los mandatarios chiapanecos fue encarcelar a los cabecillas.
La rebelión tomó fuerza cuando, dos años después, el maestro y el cura de Chamula fueron asesinados luego de que intentaron recuperar las reliquias. Los indígenas locales se dirigieron a San Cristóbal para negociar, cuando el gobernador José Pantaleón Domínguez atacó a la comitiva el 21 de junio. Se dice que el militar mandó a fusilar a cerca de 300 inconformes.
Al mes siguiente, unos mil soldados continuaron con la represión con un saldo mortal similar al de San Cristóbal. En otoño, se siguieron persiguiendo a pequeños grupos que permanecían escondidos y en noviembre se reclutó a 250 nativos con el fin de terminar con los asentamientos situados al norte de San Andrés. Entre 1870 y 1871 las ejecuciones continuaron bajo el pretexto de mantener el orden.
Es notable que, a pesar de las medidas que se tomaron a lo largo de su mandato, el gobierno de Juárez y su nombre se vieron mínimamente afectados por su política sanguinaria contra estas comunidades. Al contrario, en la actualidad se le admira como un héroe pétreo, inmune a la crítica, pese a que esta misma forma de gobernar es equivalente a las matanzas de Cananea y Río Blanco, antecedentes del movimiento armado de 1910.