No es casual que con el resurgimiento de movimientos políticos extremos en el mundo triunfen los musicales como el mejor medio de expresión para hablar de temas que cuesta trabajo mirar de frente. De ahí que una película como Wicked, de John M. Chu, esté siendo catapultada a los pódiums de la próxima temporada de premios.
La aproximación de Chu a una obra tan vista en las carteleras globales se vuelve vigente al hablar del peligro de los totalitarismos. Otro filme que intenta analizar los problemas cantando es Joker 2: Folie à deux, de Todd Phillips. A pesar de tener a Lady Gaga y Joaquin Phoenix entonando, la historia termina siendo fallida al abarcar temas como el de la salud mental de forma simplista. En lo que acierta es en la profecía de hacer héroe al villano al saber que el próximo presidente de Estados Unidos será investido con todo y sus múltiples deudas pendientes con la justicia.
Pero el musical que sacude y arrebata las emociones es Emilia Pérez. A esta obra del francés Jacques Audiard algunos le reprochan el no haber contado con más talento mexicano. Lo que es innegable es la genialidad con la que el cineasta logró captar la música de nuestro país. Más aún, de nuestras tragedias. Emilia Pérez habla de las cicatrices sociales profundas e infectas que, si no fuera por la anestesia de sus partituras, sería imposible tocar. Sólo con sus acordes podemos encontrar la redención en una historia tantas veces visitada pero pocas veces luminosa.
Precisamente, en una charla en la Casa de América en Madrid, el autor mexicano Jorge Volpi y el escritor rumano Mircea Cărtărescu hablaron de la música como recurso infalible para la libertad. Cărtărescu —cuyo nombre se ha barajeado con frecuencia entre los candidatos al Nobel de Literatura— apuntó que esta expresión artística ha sido esencial para sortear tiempos oscuros. Explicó que lo primero que prohíben los dictadores al llegar al poder es alterar las canciones que escucha la gente porque cuando el ritmo de las notas cambia, también lo hace el de la sociedad.
“En momentos dictatoriales, al poeta y al compositor se les echa de la ciudad porque son libres pensadores… Se puede aguantar el hambre, el frío, pero no el discurso totalitario que acaba con la vida”, remató. Las artes son herramientas de autonomía. Por ello, es que en el régimen de Nicolae Ceaușescu los habitantes de Bucarest rompían las vitrinas de las librerías clausuradas para conseguir historias. También se refugiaban en las bibliotecas. Gracias a la imaginación pudieron soportar vientos grises.
En esta misma tesitura, hay que recordar que los musicales míticos surgieron durante la época de la Gran Depresión con Ginger Rogers y Fred Astaire como bastiones. Flying down to rio, de Thornton Freeland (1933) y Shall we dance, de Mark Sandrich (1937), son algunos. El cine nos ayuda a navegar por las heridas. No es nuevo que volvamos a él y a sus melodías para cobijarnos. Porque, a pesar de que afuera todo desafine, dentro de las ficciones hay armonía.