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El velorio oficial de Silvia Pinal ocurrió el último sábado de noviembre en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes, sitio tradicionalmente reservado para el postrero homenaje a los grandes nombres del arte y la cultura nacional. Como es tradición en estos eventos, el ataúd cerrado, al centro del foyer, está enmarcado por miles de flores. Entre ellas destacan, una junto a la otra, las coronas enviadas por el Instituto Mexicano de Cinematografía y la muy lujosa de rosas blancas enviada por el cantante Luis Miguel. Entre lo popular y lo exquisito, diría alguien. Sin embargo, la pièce de résistancedel último escenario de la actriz es un inmenso retrato suyo tomado, seguramente en los primeros años cincuenta, por el fotógrafo ruso Semo, donde aparece con los hombros desnudos, un collar de perlas cuyo enredo parece improvisado y la mirada temerosa, acaso ingenua, fija en el objetivo de la cámara. Es Silvia en sus primeros años de carrera, la que le hacía terceras y segundas partes a Carmen Montejo, Meche Barba o Marga López, protagonistas de los grandes melodramas cinematográficos de la mitad del siglo XX.
Extraña paradoja que su regreso al “Teatro Blanquito” (José Antonio Alcaraz dixit) que ahora la despide, envuelta en mariachis, boleros cantados –con mayor y menor fortuna– por los integrantes de Solistas Ensamble del INBAL y sentidos discursos familiares, contraste notablemente con su debut como actriz, setenta y seis años atrás, en el lujoso montaje shakesperiano de El sueño de una noche de verano, dirigido por André Moreau, donde la Pinal figuraba como una de las cinco damas de la corte, es decir, como una simple extra que enmarcaba la presencia de reyes, hadas, duendes y parejas contrariadas, que tenían como intérpretes a sus compañeros de la naciente Escuela Nacional de Arte Teatral, hoy prácticamente olvidados.
Ahora, el ataúd que contiene el cuerpo de Silvia, ella sí inolvidable, colocado con gran velocidad y precisión implacable, es franqueado por dos bloques de invitados. En uno están funcionarios y personalidades del cine actual, prestigiosos, pero con poca relación con una figura cuya última película, Tercera llamada (Francisco Franco), se filmó en 2011. En el otro lado, están sus familiares más cercanos, todas mujeres, encabezadas por sus hijas, la también actriz Sylvia Pasquel y la cantante Alejandra Guzmán, así como algunos invitados de estas. A un lado se encuentra la ahora famosa Efigenia Ramos, asistente personal de doña Silvia y muchas veces también vocera para acallar los numerosos dimes y diretes en los que consuetudinariamente la familia se ha visto envuelta, casi de manera semanal, en la última década. Están también en ese bloque, Rafael Herrerías, figura del mundo taurino, unas pocas actrices veteranas y el conspicuo Iván Cochegrus, empresario del último –y fallido– montaje teatral de Silvia, ocurrido hace un par de años, titulado Caperucita, ¡qué onda con tu abuelita!, donde solo dio la función de prensa.
Francamente, un indigno desenlace para una carrera que había iniciado en Bellas Artes y pronto pasó a las filas de los roles secundarios en las comedias del teatro Ideal, la célebre “Bombonera” de la calle de Dolores, espacio arrendado durante décadas por las hermanas Blanch, que estrenaban una obra distinta cada semana, lo cual significó para la incipiente actriz un vehículo de aprendizaje en las tablas –como dice la gente de teatro– aún más eficaz que el del aula.
Es la época en que el actor y director Rafael Banquells se convirtió en su primer Pigmalión y su primer esposo. Ella tenía dieciséis y él casi le doblaba la edad. Juntos, interpretando a una pareja de trágicos amantes –él un profesor y ella una estudiante–, tomaron parte en el estreno de una obra urbana seminal, El cuadrante de la soledad, la pieza teatral más ambiciosa de José Revueltas, con todo y escenografía –muy poco funcional– del enorme Diego Rivera que llegó a las cien representaciones en 1950 en el vetusto teatro Arbeu. Ese sería su primer encuentro con el célebre pintor que le regalaría a Silvia, en 1956, el cuadro más célebre que se ha hecho de una actriz en nuestro país y que dará mucho que hablar en los próximos meses cuando se devele el misterio de la herencia de esta obra valuada en millones de dólares.
El cine llegó pronto a Silvia de la mano de Miguel Contreras Torres, pionero del cine nacional, quien le dio su primera oportunidad en Bamba (1948), un olvidado melodrama de pescadores donde las lágrimas no le salían en cierta escena y se vio humillada y ofendida por el director, quien a fuerza de insultos logró al mismo tiempo el llanto de la actriz y su odio absoluto. La damita joven que coincide con Cantinflas –famoso por su buen ojo para dar el espaldarazo a numerosas estrellitas incipientes como Emilia Guiú, Miroslava, Isela Vega o Lucía Méndez– en Puerta, joven; y sobre todo con Germán Valdés Tin Tan en El rey del barrio (ambas de 1949), le dan carta de naturalidad en la comedia y una presencia inocente y candorosa, pero también difusa, que mantendrá en una veintena de películas hasta que llegó para ella la oportunidad de filmar Un extraño en la escalera en 1954, gracias al director argentino Tulio Demicheli, este sí, lamentablemente olvidado, que la puso al tú por tú, pasional y profesionalmente, con Arturo de Córdova.
Demicheli, un exiliado del peronismo que había recalado en México, es el verdadero creador de la imagen de Silvia Pinal como figura fílmica de impacto y suya es la década de los cincuenta. Durante el gobierno de Ruiz Cortines, marcado por una cierta apertura hacia el franco erotismo en pantalla, el cineasta construyó, a través de personajes cada vez más complejos, una imagen sexualmente desprejuiciada de Silvia, que potenció su encanto y fama hacia niveles superlativos, lo cual se advierte en una decena de títulos que llevaron a la actriz –en rodajes ocurridos en Cuba, México y España– del melodrama más severo a la alta comedia, en títulos como Locura pasional(1955), por el cual ganó su primer Ariel como mejor actriz, Una golfa(1957) o Charleston (1959). Es gracias también a sus consejos y dirección que Silvia comienza su carrera en Europa, donde filma un puñado de películas que la emparejan con actores de la talla de Vittorio de Sica, Adolfo Marsillach o Fernando Fernán Gómez. Todo ello antes de Buñuel.
Cronistas de espectáculos y sesudos analistas, desde el matutino Hoy hasta las páginas de las secciones de cultura, se han llenado la boca repitiendo el nombre del cineasta de Calanda en cuanta crónica hemos visto o leído a partir de la muerte de Silvia, como si solo con ellas se validara su calidad como actriz. Viridiana (1961), El ángel exterminador (1962) y el mediometraje Simón del desierto(1964), fueron financiadas por el empresario mueblero Gustavo Alatriste –segundo esposo de Silvia y, según ella, el gran amor de su vida– y son, sin duda alguna, las películas que dieron para siempre una dimensión mítica al nombre de la actriz en las cinetecas de todo el mundo, aunque no son necesariamente sus trabajos artísticos más exigentes. En la primera, interpretaba a una austera novicia que sospechaba que había sido violada por su propio tío y con ella México ganó la única Palma de Oro en Cannes de su historia; en la segunda, era La Valkiria, una mujer hierática, anfitriona de un elegante sarao del cual inexplicablemente nadie puede salir; y finalmente, en la tercera, Silvia, en uno de sus trabajos más gozosos, es el mismísimo diablo que tienta a San Simeón el Estilita para alejarlo de Dios en una de las cintas más insólitas y desmecatadas de la historia del cine.
Silvia Pinal pasará gracias a ellas a la historia del cine mundial en tres registros completamente distintos entre sí que evidencian las características principales de su legado como actriz: la amplitud de su rango actoral y su increíble versatilidad para abordar en el cine diversos tonos y géneros con absoluta fortuna y aparente facilidad. Prueba de ello es también su encuentro con el Indio Fernández en Una cita de amor (1956), melodrama recio donde canta Maldito abismo con La Tariácuri en una borrachera épica de pura tristeza de amores; tan distinta a aquella otra escena de embriaguez festiva de El inocente (Rogelio A. González, 1955), donde Silvia y Pedro Infante –Mané y Cruci en la ficción–, en estado absoluto de gloria y gracia, entonan canciones infantiles la noche del año nuevo, mientras se enamoran irremediablemente y derriban los prejuicios de la lucha de clases. Clásico absoluto de la televisión.
Mención aparte, que no se menciona no solo por el olvido sino, sobre todo, porque no se trata de un apellido prestigioso que la crítica vaya a reivindicar, es su encuentro con René Cardona jr., con quien hizo nomás ocho películas, que se encuentran entre lo más divertido de su filmografía. Estas incluyen un par de cameos en cintas protagonizadas por Enrique Guzmán –su tercer escandaloso marido– y títulos tan memorables para la picaresca local como Veinticuatro horas de placer (1968), La mujer de oro (1969) o La hermana trinquete (1968), comedias disparatadas y muy sexys, a tono con el cine italiano de la época, donde Silvia brilla por su ligereza y por su habilidad para generar enredos que hoy resultan muy cándidos, pero que fueron considerados machistas y vulgares en su tiempo, aunque su protagonista nunca encarnó personajes más proactivos que en ellas.
Mientras el homenaje transcurre en nuestro máximo recinto y las canciones se suceden cansinas, aparece fuera del programa anunciado, Humberto Cravioto, legendaria figura ranchera, quien levanta el evento con La barca de oro, la canción más adecuada para el momento y para la persona que evoca, una querida amiga personal: “Adiós, mi amor, adiós, para siempre adiós…” Es después de él, al son de Dime que sí, cantada por la gran Eva María Santana, que las mujeres de la familia, hijas, nietas, bisnietas y, por supuesto, Efi se acercan al ataúd y unen sus manos y oraciones en el momento más memorable del homenaje que señala la ausencia del tronco de una dinastía que ha visto pasar su vida y la muerte de su matriarca entre chacaleos, entrevistas banqueteras, flashazos, conversaciones filtradas y declaraciones sin fin. Es este un extraño momento de solidaridad y soledad en un lugar pletórico de personas, que da paso al momento final del homenaje: la comedia musical.
Las mujeres Pinal permanecen haciendo guardia junto al cajón mientras arrancan los temas principales de ¡Qué tal, Dolly!, Annie es un tiro y Mame, con tan poco brío que es imposible reconocer por qué Silvia es el pilar fundamental de los musicales en México. En 1957, estrenó Ring… ring… llama el amor, inaugurando la importación de obras de Broadway, tradición que continuaría a lo largo de décadas con montajes deslumbrantes realizados por José Luis Ibáñez, su director de cabecera, siendoMame el caballlito de batalla que cada tanto era repuesta, incluso cuando la actriz inauguró el teatro que llevaba su nombre en la colonia Roma, que antes fue el cine Estadio y hoy es un templo cristiano. Ese himno al teatro que es There’s No Business Like Show Business, donde se escucha: “¡Qué cosa tan grandiosa, qué cosa es la función! Diariamente algo formidable, siempre dinamismo y juventud, y la deslumbrante marquesina con el anuncio de tu debut…” fue entonado por Silvia en el teatro Insurgentes, demostrando noche a noche ese vitalismo a prueba de tragedias que fue su vida en muchos periodos.
Hay dos grandes ausentes este mediodía en Bellas Artes que completan la carrera profesional de Silvia, el primero es la televisión, el segundo es la política. La primera, vista por la cultura oficial siempre con recelo, fue prácticamente excluida a pesar de que es gracias a ella que la actriz entró a nuestras casas y a nuestro imaginario, a veces todos los días, con sus programas musicales, telenovelas o programas unitarios como Mujer, casos de la vida real, cuya larguísima permanencia permitió la introducción de temas escabrosos como el aborto, la homosexualidad, el acoso o el travestismo, que por las tardes cruzaban lánguidos por las pequeñas pantallas para despertar consciencias sin afanes necesariamente moralistas o aleccionadores, amén de ser una fuente de trabajo inagotable con la que cientos de actores pudieron pagar mensualmente su renta.
Su permanencia en Televisa y su cercanía con Emilio Azcárraga Milmo, así como su filiación eterna al PRI, partido por el que fue asambleísta, diputada y senadora por elección popular, le costaron una negativa permanente por parte de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas a otorgarle el Ariel de oro como reconocimiento a su brillante carrera, por haber estado ahí, en las Cámaras, cuando el Tratado de Libre Comercio pasó por alto la excepción cultural perpetuando las inequitativas condiciones de exhibición del cine mexicano frente al gringo que se han prolongado hasta hoy.
Al final, la Academia la perdonó y el Ariel le fue concedido en 2008, donde se permitió citar todos sus merecimientos fílmicos en un discurso contundente que no dejaba lugar a dudas acerca de su valía. En 2022 regresó a Bellas Artes, donde se le honró con un homenaje, encabezado por su hija Sylvia, que convocó a toda la farándula en las butacas y un desangelado espectáculo en el escenario, que poca justicia le hizo a la última gran aparición pública de la actriz.
Corrijo, la última vez que visitó un recinto que homenajeó su dimensión estelar fue su visita el pasado agosto a Estudios Churubusco, el lugar donde filmó más películas que nadie. Ahí no había prensa, solo estaba su familia, unos cuantos oradores que eran más bien fans –entre ellos este servidor– y que sirvió para darle su nombre a un edificio de camerinos, donde el mismo retrato de Semo engalana la fachada. La convocatoria era pequeña, pero poco a poco fueron llegando todos los trabajadores de los Estudios, gente del laboratorio, staffs, personal de limpieza y vigilancia, secretarias y choferes, el público –su público– que disfrutó con los cotilleos de su vida romántica y la de su familia, el que la vio avanzar paso a paso en su carrera en la radio, el teatro, el cine, la televisión y la política, ese mismo gentío anónimo que hizo fila para acceder a su último homenaje desfilando frente al féretro para decir una oración, hacer un video o tomarse una selfie, acotado por la valla infranqueable que lo separa de su ídolo. Ese pueblo que seguirá honrándola cada vez que vuelva a cruzarse con su gracia y talento en una imagen en movimiento.