Más Información
Padres de normalistas de Ayotzinapa marchan a la Basílica de Guadalupe; exigen cárcel para los responsables
3 de cada 10 veces que se vende bacalao en México es carne de otras especies: ONG; llaman a CONAPESCA a rastrear productos
Vinculan a proceso a “El Mero Mero”, tío de Ovidio Guzmán; lo acusan de delincuencia organizada y delitos contra la salud
México cierra 2024 en medio de crisis de violencia: Alito; destaca más de 208 mil homicidios en gobiernos de la 4T
Dan prisión preventiva a 2 sujetos por portación de armas exclusivas de las Fuerzas Armadas; fueron detenidos con explosivos
Para quien aspira a ser un hombre de letras –no precisamente un escritor ni especialmente un poeta o narrador– casi nunca hay un camino nuevo. Se trata de aferrarse a una mala influencia entendida como mala conciencia y Pedro Mena Bermúdez (León, Guanajuato, 1982) escogió, como tantos de sus contemporáneos, a E.M. Cioran y a su Breviario de podredumbre (1949).
Quisiera creer que el par de libros del leonés que he leído (Los colores del diablo y Mármol), asumen esa debilidad y la explotan, sabedor el autor que habrá de escapar de ella, a riesgo de extinguirse. A diferencia de otras, la prosa cioranesca, de matriz neoclásica, es sujeta de ser imitada; Cioran exige la imitación a sus lectores para que el veneno acabe matando al veneno y nunca se alcance “la verdadera cima de la desesperación” porque en el rumano de París el suicidio es sólo una forma suprema de la retórica. No se puede andar por todos lados con un ejemplar del Breviario de podredumbre en calidad de oráculo manual.
Al asociarse a los estudios de la filosofía griega, Mena Bermúdez decidió, no sin rendirle los honores de rigor a Alfonso Reyes, darse las herramientas para emprender el autoconocimiento, que suele exigir mirarlo todo, pero de reojo. Esa doble mirada permite volverse un filólogo clasicista (y más que ello, un lector de Hans Jonas, judío obsesionado con los gnósticos que creía que, envanecido, sólo me interesaba a mí) y un severo autobiógrafo, a la vez, porque Mena Bermúdez sabe (y pocos comparten ese saber) que para entender esa mala época que le toca vivir a todos los hombres (Borges dixit) no es un despropósito pedir el auxilio de Epicteto, cojo o no cojo, y de Plotino. Por ello, Mena Bermúdez encuentra justo calificar de cantinflesco a Jacques Derrida, creer una monserga a la obra de Maurice Blanchot y reírse de Slavoj Zizek (hacerlo con él).
(Gracias a una cita de Arthur Schopenhauer contra Plotino, en Mármol, tengo un indicio de por qué José Vasconcelos fue tan mal filósofo. De tener razón el alemán, Plotino y, en consecuencia, su lector mexicano compartirían esa “ampulosa y aburrida prolijidad y confusión” que “trivializa el Evangelio”. Este paréntesis prueba que Mena Bermúdez pone a pensar a sus colegas, lo cual no es una virtud menor).
En Los colores del diablo, y sobre todo en Mármol, libro más acicalado, Mena Bermúdez no encabalga aforismos ni sentencias o se conforma con darse de alta filósofo titulado. Prefiere hacer una literatura que no puede ser sino confesional. Así, ambos libros, leídos uno tras otro, son el esbozo de una autobiografía curiosamente más existencial que espiritual. Me recuerda más a los Carnets, de Albert Camus que a San Agustín (y todas las veces que tuvo que morir para acabar siendo el autor de las Confesiones), tan bien leído por Mena Bermúdez.
“Novela” de una vida que tiene esa gruta que Michel Tournier exige como emanación de toda narratividad verdadera –el puesto de periódicos que el autor atendía en una plaza de León–, la de Mora Bermúdez se asume como la de un Diógenes periodiquero (“la gran ciencia de vender periódicos es ser amable, servicial, no servil”). Tampoco se nos ahorran detalles de su vida familiar, ni de otras incidencias formativas, junto al rito de pasaje que significó para Mena Bermúdez el alcoholismo (página 15 de Mármol), porque si alguien tiene, por desgracia, una biografía que está obligado a contar, ése es el alcohólico.
Vida desvencijada y erudita, asidua a la observancia diaria de ir al café, interesada en sacarle punta a los lápices y en el boleo perfecto de los zapatos, la de este ensayista verdadero combina la introspección con el desdén por el mundo. La de Mena Bermúdez es obra de filósofo cínico que como Plotino (quien no lo era) ha dedicado ya algunas décadas a soportarse a sí mismo.
Algunos de los fragmentos, en Los colores del diablo y en Mármol, no los entiendo (quienes crecimos obligados a escribir cada semana aquello del “bloqueo” de escritor nos parece una gringada) y otros, sobre todo cuando se pone sentimental (mujeres van, mujeres vienen como en un verso de Amado Nervo) me parecen flojos. Pero creí que como poeta abrevaría en los últimos riachuelos del modernismo, los cuales nunca se acaban de secar. Nada de eso. En los pocos poemas suyos que pesqué en la red encontré al certero cincelador de aforismos que recurre, no se por qué, a la prosa cortada.
Si Los colores del diablo (E1 Ediciones, 2021) tiende aún a la varia invención, Mármol (Cinosargo/ Marginalia, 2023) es más un cuaderno de trabajo. Se aspira a la sentencia, se esboza una falsa reseña, se exhiben notas de lectura, se emprenden y se abandonan viajes hacia los misterios órficos, se vuelve a los años de la pandemia que nunca acabaremos de entender, trivializados por las vacunas y arrumbados como cachivaches en el humano devenir. Conocemos, así, a un tipo de ensayista rigoroso que ya no necesita de la Ciudad de México (lo cual no es por necesidad virtud) y se nutre de toda clase de libros y hasta de música sinfónica desde el Bajío, no en balde relacionado con la más remota de las literaturas latinoamericanas (la de Bolivia) y que edita sus libros en Chile. Conoce la Alemania contemporánea antes que la Francia afamada como eterna. La de Mena Bermúdez, es una muestra más de que la literatura escrita en México es mucho más rica, diversa y bienaventuradamente diversa de lo que se cree desde la capital de la República.
No se atreve fácilmente Mena Bermúdez a aislar aforismos o sentencias, así que selecciono algunos de mis subrayados:
“Lo temible se vuelve grotesco, risible. Algo de nosotros se regenera al reír ante lo grotesco”.
“Es un recuerdo cojo, como que quiere llegar pronto pero algo impide que su locomoción tenga el ritmo del trote”.
“A veces, como cuando les tiro sorgo a las palomas y nadie pide precios, percibo en mí una tranquilidad sin precedentes en la historia de mi maltrecha vida”.
“Vivir y leer son experiencias de las que se nutre el ensayo. Habría que inventar un neologismo que simultáneamente equivaliera a ambas, que suprimiera el hiato entre una y otra”.
“Fanfarronear que no he estado en las cavernas de la desilusión y la conmiseración por una relación fallida equivaldría a negar que jamás sudo cuando camino bajo un sol hostil e iracundo. Actualizamos el mitema del tracio y su ninfa cada vez que rota una relación viajamos al infierno de las evidencias para volver con las manos vacías”.
A manera de despedida, continúo citándolo: “Puede que un día suscriba con cierta holgura lo que escribió Quevedo del estoicismo: ‘Yo no tengo suficiencia de estoico, más tengo afición a los estoicos: hame asistido su doctrina por guía en las dudas, por consuelo en los trabajos, por defensa en las persecuciones, que tanta parte han poseído en mi vida. Yo he tenido su doctrina por estudio continuo: no sé si ella ha tenido en mí buen estudiante’.”
Pedro Mena Bermúdez es uno de los ensayistas mexicanos a considerar cumplido el primer cuarto del siglo XXI, acaso porque olvidó en un taxi, según confiesa, su ejemplar de Cioran. Calculo que ello ocurrió hace años. Creería que desde hace de un tiempo, en cambio, no se desprende de otro ejemplar, el de Los sueños, de Francisco de Quevedo.