De futbolista veterano, Lionel Messi jugó con el entusiasmo de un joven que se quiere comer el mundo. Y se lo comió, en forma de Copa del Mundo , el trofeo al que besó como un enamorado y que colmó todas sus aspiraciones como futbolista.
Fue líder y también uno más en un equipo (plantel) compacto como una roca. A prueba de decepciones, como la del debut ante Arabia Saudita, para poder cumplir la promesa que le hizo a un país: “No los vamos dejar tirados”. Se levantó para hacer cima con su fútbol, su compromiso y su orgullo. Una fórmula irresistible para el adversario que le saliera al paso.
Persiguió su sueño durante cinco mundiales. Lo atrapó en una final inolvidable, un poema futbolístico que osciló entre el drama y el éxtasis. Le llevó tiempo, paciencia, obstinación, virtudes que exceden a lo que hace dentro de la cancha.
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Tomó la posta que Maradona dejó en 1986. Una antorcha que muchos pensaban que le quemaba. Pero su fuego interno lo iluminó en el final del recorrido. Despejó todas las dudas: es heredero y se convirtió en leyenda.
La felicidad de Messi fue la de un país que encontró un motivo para unirse en torno a su figura y la del seleccionado, para dejar en un segundo plano, al menos por un rato, los pesares que le vienen doblegando el ánimo. Es otro de los grandes personajes de 2022, pero sin fecha de caducidad.
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