Había conseguido un empleo en una fábrica de calcetines local, pero notó que la mayoría de sus compañeros estaban aplicando para trabajar en una gran instalación que estaba siendo construida en una ciudad cercana llamada Oak Ridge.
Varias de sus amigas la animaron para que también se presentara.
Como no tenía forma de llegar hasta allí le preguntó a su padre si la podía llevar y este decidió que también iba a aprovechar la oportunidad para ver si podía conseguir uno de los codiciados empleos que ofrecía este gran nuevo proyecto del Departamento de Energía de EE.UU.
“Los dos conseguimos trabajo”, recordaría Ruth muchas décadas más tarde, ya con 93 años, durante una entrevista que dio como parte de una serie especial llamada “Las voces del Manhattan Project” realizado por la Atomic Heritage Foundation.
Aunque Ruth y su padre no lo sabían, estaban trabajando para el Oak Ridge National Laboratory, una parte clave del plan secreto de EE.UU. para construir una bomba atómica en el famoso Proyecto Manhattan, en el que se centra la popular película recientemente estrenada, Oppenheimer dedicada al físico que logró crear la primera arma nuclear.
Siendo apenas una adolescente, Ruth empezó a trabajar en una de las plantas de Oak Bridge llamada Y-12 como “operadora de cubículo”.
“Nosotros le decíamos así, pero hoy en día nos llaman las chicas del calutrón”, contó la veterana en aquella entrevista de 2018, año en el que el Oak Ridge National Laboratory celebró sus tres cuartos de siglo.
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Ruth era parte de un grupo de unas 10.000 jóvenes que -sin saberlo- se dedicaban a realizar una tarea que resultaría clave para el desarrollo de Little Boy, como se llamó a la bomba atómica que sería lanzada dos años más tarde sobre la ciudad japonesa de Hiroshima.
Estas mujeres operaban los paneles de control de los calutrones, unas máquinas que se usaban para separar los isótopos del uranio y así poder enriquecerlo y usarlo como combustible nuclear.
Y es que, aunque ellas no lo sabían, la Y-12 era en realidad una planta creada para separar isótopos electromagnéticos a escala industrial, separando el uranio 235 más liviano del uranio 238 más pesado y común para enriquecerlo.
Aunque los más de 1.500 calutrones -unos espectómetros de masa adaptados por el químico nuclear estadounidense Ernest Lawrence para enriquecer uranio, como parte del Proyecto Manhattan- realizaban una tarea extremadamente sofisticada, operarlos no era tan complejo: debías monitorear los medidores y saber cuándo ajustar las perillas.
Dada la escasez de mano de obra calificada debido a la guerra, los promotores del proyecto decidieron reclutar a mujeres jóvenes de la zona.
A través de una serie de pruebas descubrieron que estas muchachas hacían incluso un mejor trabajo que muchos científicos monitoreando los calutrones, ya que los expertos tendían a distraerse con las máquinas o buscaban experimentar con ellas.
Ruth recuerda la primera vez que se encontró con estos raros equipos gigantes.
“Después de darnos el visto bueno para empezar a trabajar nos llevaron a una habitación que estaba repleta de los que nosotros llamábamos cubículos, que eran aparatos grandes de metal que tenían todo tipo de calibradores, que nos enseñaron a operar”, recordó Ruth sobre su primer día en la Y-12.
“Nos explicaron que, si el calibre si iba mucho hacia la derecha teníamos que ajustarlo con el dial para volver a centrarlo, y si se iba mucho para la izquierda lo mismo. A veces no lo podías estabilizar y en ese caso llamabas al supervisor”.
La tarea central de las muchachas eran mantener la temperatura en el tanque estable. Por si se calentaba mucho, les enseñaron a aplicar frío (en la forma de nitrógeno líquido).
“Pasábamos el día sentadas sobre banquetas frente a los cubículos, apenas levantándonos para ir al baño”, recordó Ruth sobre aquella tarea.
“Temías irte porque la máquina podía ‘salirse de orden’, como decíamos”, señaló.
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Lo que Ruth más recordaba de esa época era el secretismo que pesaba sobre todas las operaciones.
“Antes de empezar a trabajar nos entrenaron durante varias semanas y lo primero que nos dijeron era que no podíamos hablar sobre nada de lo que ocurría o lo que hacíamos allí”, contó.
“Lo decían muy en serio. Nos dijeron que habría consecuencias, incluyendo multas, si nos pescaban haciendo algo, y seríamos automáticamente despedidas”, recordó.
Ruth reconoció que, en rigor, si alguien le preguntaba de qué trabaja, ella “no le decía lo que hacía porque la verdad es que yo no lo sabía realmente”.
Y es que, al igual que Ruth, la mayoría de las mujeres que se dedicaron a enriquecer el uranio nunca supieron lo que hacían.
“Me he preguntado a mí misma por qué nunca nos preguntábamos entre nosotras sobre lo que estábamos haciendo”, admitió ya de anciana.
“¿Por qué no hablábamos sobre el tema? Pero la verdad es que no recuerdo nunca habérmelo planteado en ese momento”.
Según el Manhattan Project National Historical Park algunas de las “chicas del calutrón” sí tuvieron más curiosidad.
“Varias de estas mujeres recordaban casos de compañeras de trabajo que desaparecían de sus puestos inesperadamente, a menudo porque habían sido demasiado curiosas sobre su trabajo”, señaló el organismo.
Ruth solo recuerda que “lo único que nos dijeron es que estábamos ayudando a ganar la guerra, pero no teníamos ni idea de en qué estábamos ayudando”.
Fue el 6 de agosto de 1945, cuando su país lanzó una bomba atómica sobre Japón, que les informaron en lo que habían estado trabajando durante dos años. Ruth recordó lo que sintió ese día.
“Estaba en el trabajo cuando lo anunciaron. Al principio estabas contenta de pensar que la guerra había terminado. Lo primero que pensé fue: ´Mi novio podrá volver a casa’”, dijo sobre su pareja, que -como tantos otros jóvenes estadounidenses-, había sido enviado a luchar para los Aliados.
“Pero luego empezaron a hablar sobre toda esa gente que había muerto allí. Y empecé a pensar en otra cosa, que yo tuve una parte en eso”, dijo.
“No me gustó la idea de haber sido parte de eso”, reconoció.
“Pero sabes, la guerra es la guerra y no hay nada que puedas hacer excepto tratar de pararla”, concluyó sobre el conflicto, que continuaba a pesar de que los nazis ya se habían rendido en mayo de ese año.
“Todavía no me gusta la idea. Pero tienes que hacerlo. Alguien tiene que hacerlo”, afirmó.
Se cree que entre 50.000 y 100.000 personas murieron el día que explotó Little Boy, que llevaba una carga de 64 kilos de uranio 235 producido en la planta Y-12.
La explosión generó una ola de calor de más 4.000ºC en un radio de aproximadamente 4,5km.
Cerca del 50% de quienes sobrevivieron la explosión luego murieron a causa de la radiación.
A pesar de haber trabajado cerca de un material altamente radiactivo, las “chicas del calutrón” no sufrieron consecuencias (sus niveles de radiación eran medidos todos los días).
Tres días después del lanzamiento de Little Boy, el gobierno estadounidense lanzó una segunda bomba atómica, Fat Man, que -a diferencia de la primera- estaba hecha de plutonio.
Japón finalmente se rindió y el 2 de septiembre de 1945 llegó a su fin la Segunda Guerra Mundial.
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