Hoy la sociedad mexicana carga en su memoria el recuerdo, aún algo fresco, de la oleada de asesinatos de ancianas que culminó con la captura de Juana Barraza en 2006. Así como hoy es difícil no haber oído la carrera criminal de la "Mataviejitas", a lo largo del siglo XX no había un alma en el Distrito Federal que no conociera la tétrica historia de Francisco Guerrero Pérez, el "Chalequero".
A "Jack el Destripador", asesino serial de Londres entre 1888 y 1891, se le conocía por atacar sexoservidoras, con la sádica tendencia a mutilar genitales, abdomen y rostro. En la misma época, al otro lado del mundo, hubo un mexicano tan peligroso como él y con el mismo patrón en sus crímenes.
En el México del siglo presente, poco antes de su captura en enero de 2006, la capital aguardaba con terror el siguiente homicidio del "Mataviejitas" -porque eso sí, ninguna investigación barajó que los violentos asesinatos en serie de ancianas eran obra de una mujer-. Aunque su condena se logró por unos 17 casos comprobados, algunas cifras dicen que las víctimas podrían ser casi cuarenta.
Del mismo modo, en las orillas del río Consulado del entonces D.F., muchas mujeres caminaban con miedo al que a veces llamaban "Antonio el Chaleco". Entre 1880 y 1888, Francisco Guerrero Pérez violó, degolló y mutiló alrededor de veinte mujeres que se dedicaban a la prostitución.
La diferencia más clara entre el "Chalequero" y Jack the Ripper es que al último jamás lo capturaron, a pesar de los esfuerzos de los detectives británicos. Francisco Guerrero, en cambio, fue apresado no una, sino dos veces: primero en 1888, cuando lo condenaron a veinte años de prisión, y después en 1908, poco después de haber obtenido su libertad.
Periódicos de la época, como El Imparcial o La Voz de México revelan que disfrutaba la vida infame y alardaba del terror que causaba en las mujeres que al final elegía como víctimas. Ese descuido ególatra causó que un niño de once años, que trabajaba como pastor, atestiguara su último asesinato. Aquella vez no hubo violencia sexual: mató a una anciana llamada Antonia, por disgustarse con ella.
También hubo quien lo vio lavarse las manos ensangrentadas en las aguas del Consulado a plena luz del día, de modo que la ley pudo aprehenderlo y lo declaró culpable en poco tiempo. Sin embargo, Francisco al igual que Jack mostraba un sombrío cinismo, en este caso cuando lo entrevistó la prensa.
Sobre una víctima a quien atrajo cantando y tocando guitarra en 1888 al interior de una pulquería, afirmó que no la dañó, sino que sólo la amenazó por resistirse, diciendo "Al fin, ¡no será la primera mujer a quien deje fría!".
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Una y otra vez, Guerrero Pérez externó con los periodistas su desprecio a las mujeres que atacaba, con quienes era en extremo rencoroso y controlador. La entrevista, dijeron los reporteros, se sentía como subir una cuesta llena de sangre y cadáveres.
En aquel entonces una violación no se mencionaba como tal, de modo que los periódicos hablaban del "amor a la fuerza", y se cree que de ahí el apodo: la expresión "a chaleco" significaba hacer algo "por las malas". El Imparcial incluso lo llamó "el feroz amante que llevaba la muerte con el amor".
En los años veinte se mencionó en EL UNIVERSAL que tanto el Chalequero frecuentaba la zona de Tlaxpana, colonia hoy entre avenida Marina Nacional y metro Normal. Por su parte, el también conocido Tigre de Santa Julia habría operado en el barrio que refiere su apodo, pero ambos coincidirían en el barrio popular de La Coyuya, una zona marcada por actividades como robo y prostitución.
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Así como había lugares que se asociaban al caso, había personajes. Telésforo Ocampo, abogado penalista prominente y "el más hábil interrogador en jurados", participó en el proceso en contra de Guerrero, tras su segunda captura. Todavía en la década de 1920 su fama se debía a este momento de su trayectoria.
El juicio a Carmen Barba Guichard, una mujer que apuñaló a su violador en 1924, también recordaba a este personaje. En tribunal, reportó este diario, podía oírse en los recesos la conversación de "un grupo pintoresco de catro vejestorios" que comentaba recuerdos como la voz de Jesús Urueta -el "Príncipe de la Palabra" mexicano-.
En esa nostalgia había lugar para las tablas de la barra en que firmaron abogados célebres como Diódoro Batalla o Modesto de Olaguíbel, pero también de los condenados a muerte, como el Chalequero y el Tigre de Santa Julia.
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Hay que decir que Francisco Guerrero, sin embargo, murió de causas naturales antes de que lo alcanzara la condena que le dio "la justicia de los hombres".
Justo veinticuatro años después, abril de 1948, capturaron en Veracruz a Ángel Molina, a quien se le consideró una especie de imitador del Chalequero. Molina reveló no actuar sólo, pero confesó que él y sus compañeros elegían como víctimas a "mujeres indefensas a las que enamoraban".
Y aún en los años sesenta, EL UNIVERSAL entrevistó a un "irrendento ladron" que desde 1900 se dedicaba sólo a robar. Tras pasar la mitad de su vida en prisiones distintas, afirmó haber conocido al Chalequero. Hubo una cualidad en común entre este ladrón y el primer asesino serial que registró la ciudad de México: ambos mentían sobre su pasado, de modo que ni la ley ni la historia conocieron sus orígenes con certeza.