Entre el sonido del agua de la regadera y la música de Ray Conniff, que salía del radio de mi mamá a todo volumen, oí los gritos de Maru, mi hermana. “¡Está temblando! ¡Está temblando!” Entonces se escuchó una explosión, como si hubiera tronado un transformador de luz.
Salí escurriendo agua. Lo primero que vi fue la lámpara que colgaba del techo del pasillo bamboleándose de un lado a otro; las paredes crujían igual que los vidrios. “Padre nuestro que estás en el Cielo, santificado…” Volteé y vi a mi abuela y a mi mamá, las dos estaban rezando debajo del marco de una puerta. ¿Y Eugenia? Intenté llamarla, el teléfono estaba muerto.
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El Sapo, mi amigo Gustavo, apareció en “la burra”, una moto Vespa Ciao vieja y destartalada, como a eso del medio día. Estaba más pálido que una vela. Venía de ver un edificio en la calle de Amsterdam, en la Condesa, que se había venido abajo, tan solo a unas cuantas cuadras de mi casa.
En el radio no se hablaba de otra cosa que del terremoto. Decían que en Tlatelolco, uno de los multifamiliares, había quedado casi de cabeza.
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¡Chale! ¡Eugenia vivía en Tlatelolco! Las sirenas de las ambulancias y de los bomberos quebraban con su chillido urgente el silencio de una ciudad que de pronto se había quedado paralizada.
Los helicópteros del Ejército y la policía volaban en círculos sobre una alta columna de humo negro que se levantaba en la lejanía. Era en la colonia Roma.
—Vamos a Tlatelolco— le dije al Sapo.
—¿A Tlatelolco? ¿Ahorita?— exclamó el Sapo.
—Llévame, por favor— le insistí.
Conforme avanzábamos por Avenida Chapultepec, la realidad se volvía más escalofriante.
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El edificio de Televisa se había ido de lado; algunos salían debajo de los escombros gritando que había más gente atrapada. Otros, que ya habían logrado salir, yacían sentados en la banqueta; no hablaban, estaban como idos, con la mirada perdida y la boca seca. ¿Y Eugenia? Seguimos hacia el Centro.
Avenida Juárez se veía como si una bomba la hubiera destrozado. Las ambulancias de la Cruz Roja iban y venían entre una cortina de polvo. Era como estar dentro de una foto, la foto de una ciudad en guerra.
Un montón de voluntarios y mirones se habían colocado alrededor de los restos del Hotel Regis; se había venido abajo, piso sobre piso. “¡Manos! ¡Manos!”, nos gritó de repente un bombero, el tipo se tambaleaba exhausto subido en un monte de piedras y ladrillos.
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Nos arrimamos y comenzamos a levantar escombro. Yo temblaba nomás de pensar en qué haría si al estar escarbando me hallaba con algún muerto, a alguien aplastado por las toneladas de concreto.
No me topé con ninguno, pero sí con un radio. Lo encendí. No sé si el de la voz era Jacobo Zabludovsky o Guillermo Ochoa, pero lo que dijo me hizo temblar. Se confirmaba que el edificio Nuevo León de Tlatelolco estaba derrumbado y había mucha gente desaparecida.
El sol enrojecido comenzaba a ocultarse en el cielo sin nubes. Llegamos a Bellas Artes y agarramos por el Eje Central. Fue cuando “la burra” comenzó a fallar, hasta que el motor se apagó de repente y no encendió más. El Sapo se quedó ahí. Yo alargué el paso hacia Garibaldi.
No iba solo, muchos caminaban a mi lado. Iban angustiados y presurosos, tal vez al igual que yo, les urgía hallar a alguien. Para cuando llegué a Garibaldi la noche ya había caído.
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Alargue la vista hacia el norte, sentí entonces como si me arañaran la panza, como si la sangre se me helara. Me quedé inmóvil. A lo lejos, iluminados por decenas de lámparas, sobresalían los escombros del edificio Nuevo León.
Lo único que pensé es que se parecía a un gigante, un gigante con el cuerpo dislocado que estuviese moribundo en el piso. Sólo sé que sentí lástima, tanta lástima, que quería llorar. Crucé Reforma. Sentía como si el corazón se me fuera a salir del pecho.
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Alrededor del Nuevo León, el gentío se movía como hormigas que entraban y salían por debajo de las lozas y las varillas retorcidas. Había ambulancias y patrullas, camiones de bomberos y del Ejército; los helicópteros daban vueltas en el cielo lanzando sus halos de luz sobre el caos. ¿Cómo podría hallar yo a Eugenia entre toda esa gente?
Ni siquiera estaba seguro de que viviera en el Nuevo León. No sé cuánto tiempo pasé buscándola y preguntando por ella. Por un momento pensé que tal vez no estaba ahí. Y entonces se me apareció de repente. Juro que nunca he visto a alguien más triste. Me miró con sus ojos apagados y nos abrazamos en silencio.
Podía sentir sus lágrimas deslizándose por mi cara. Luego simplemente me dijo ahorita vengo y se esfumó entre el gentío y el polvo. Esa fue la última vez que la vi. No supe más de ella, hasta que en la prepa uno de los prefectos me dijo que Eugenia había muerto la mañana de aquel 19 de septiembre, bajo los escombros del Nuevo León.
A mis 16 años entendí que a la gente que quieres, hay que decirle que la quieres cada vez que tienes la oportunidad; nunca se sabe si volverás a verlos. Por cierto, yo no creía en fantasmas, pero ese día todo cambió.
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