Si hoy volviera a temblar, aunque sólo fuera un temblor con una quinta parte de la intensidad del que sentimos el día 19, muchos nos moriríamos de susto. Los edificios que se dañaron con el sismo —y que aún nadie ha ido a derribar— se desplomarían inevitablemente. El miedo volvería como un grito que desciende por la montaña, frío, para congelarnos el pecho. Somos unos cobardes, aunque nos esforzamos por parecer fuertes