La semana pasada hablé aquí de Montserrat Serralde, una joven que se aventó de un taxi en movimiento cuando se percató de que corría peligro. Hablé también de su familia, que gracias a estar muy pendiente de ella, pudo inmediatamente darse cuenta de que algo estaba mal y buscarla.

He dicho muchas veces que el tejido social en México no está roto como nos quieren hacer creer, sino por el contrario, es muy sólido. El caso de Montse lo evidencia. Pero lamentablemente también lo evidencia el apoyo a la delincuencia. Los ejemplos abundan. Baste uno reciente: un joven de 16 años que con dos cómplices asaltó un puesto de carnitas en Ecatepec robándole sus pertenencias a los comensales. De puro milagro, porque no hay otra forma de explicarlo, un policía se percató del hecho y le dio un tiro cuando pretendía escapar en su moto. El muchacho cayó al piso mientras los otros huyeron.

Lo que siguió fue justicia por propia mano: los asaltados se acercaron al herido para recuperar sus pertenencias pero también para desquitar su ira: lo insultaron y patearon a pesar de los esfuerzos del uniformado por detenerlos. Lo mismo que en el caso de Montse, la familia estaba pendiente y por eso llegó al lugar el padre, que evidentemente sabía de los hechos, pues de otro modo ¿cómo se enteró y se desplazó tan rápidamente?

La escena que siguió la hemos visto muchas veces: abrazando el cuerpo, el hombre lloró igual como había hecho una semana antes la madre de un asaltante muerto al robar un banco: “Es mi hijo, es mi bebé”; igual que lo hicieron una semana después los miembros de la banda que roba a usuarios del metro Tacuba, cuando uno de los suyos fue abatido; igual como lo hicieron los parientes de los ladrones de huachicol en Puebla y la madre de los narcotraficantes Carrillo Fuentes cuando mataron a dos de sus hijos. Porque el dolor por la muerte de los seres queridos es el mismo para los parientes del ladronzuelo de un puesto callejero que para los de un criminal en grande.

La pregunta es: ¿Esperaban las familias que sus hijos pudieran delinquir sin que nunca les pasara nada, sin que nunca los detuvieran o incluso los mataran? Por lo visto sí. Y tienen razón, porque la mayoría de estos delitos quedan en la impunidad. Pero sucede que a veces no. Y ese es el riesgo.

Por eso supondríamos que deberían considerarlo antes de fingir que no se dan cuenta o incluso de darles la bendición a los suyos para que salgan a delinquir. Pero no parece que sea así. Al contrario: la familia del muchacho muerto amenazó al policía y a los asaltados en el puesto, y en el video que circularon presumieron (y dispararon) armas largas. Es decir, actuaron al revés: en lugar de intervenir para evitar que les puedan matar a otro hijo, prefirieron avisar que van a seguir.

Este es el tejido social sólido al que me refiero: el de las familias, vecindarios, barrios completos que apoyan a la delincuencia, grande o chica, porque se benefician de ella.

A los parientes de Eddie ya los detuvieron, pero esa forma de reaccionar está aquí para quedarse: ¡Hoy son los delincuentes los que amenazan a la autoridad, no los que se sienten amenazados por ella! Esta es nuestra tragedia, aquí radica hoy la imposibilidad de salir del agujero en que estamos metidos: las familias que apoyan a los criminales y los criminales que son los socialmente empoderados.

Y mientras tanto, a los ciudadanos que no estamos en ese modo de funcionar, solo nos queda esperar que aparezca el policía que actúa, que detengan a los delincuentes y no los suelten porque dan dinero o porque no hay suficientes pruebas o porque no se hizo el debido proceso, y sobre todo, que no nos toque la mala suerte o si nos toca, por lo menos que no nos lastimen o nos maten. Pero esperarlo como milagro, no porque haya alguien que esté allí para cuidarnos.


Escritora e investigadora en la
UNAM. sarasef@prodigy.net.mx

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