Para el presidente de los Estados Unidos, la masacre de El Paso fue producto de una mente torcida, la acción de un loco solitario que se contagió en las redes sociales de los peores argumentos racistas.

Para el gobierno mexicano, en cambio, se trató de un acto terrorista: un evento violento cargado de intención política con propósitos de escalamiento e inestabilidad.

Dependiendo cómo se nombre la tragedia, habrá o no participación del gobierno mexicano en la investigación de la masacre perpetrada por el joven texano Patrick Crusius.

Si se trata de una tragedia provocada por un individuo aislado, un loco, el FBI investigará según sus procedimientos y normas, y nada tendrá que aportar la autoridad mexicana en la investigación. En cambio, si, en efecto, se trató de un acto terrorista, entonces ambos gobiernos están obligados a cooperar.

En los hechos ocurridos el sábado pasado en la ciudad de El Paso hay elementos que coinciden con el concepto de terrorismo. Pero también hay otros que estarían en duda, en concreto la preexistencia de una organización criminal a la que estaría ligado Patrick Crusius. Acudo aquí a una definición que el catedrático español Rafael Calduch Cervera hace del concepto terrorismo: “estrategia de relación política basada en el uso de la violencia y de las amenazas de violencia por un grupo organizado, con objeto de inducir un sentimiento de terror o inseguridad extrema en una colectividad humana no beligerante y facilitar así el logro de sus demandas.”

Salvo uno de los elementos de esta definición, todos los demás están presentes en la masacre perpetrada por Crusius.

El texto subido a las redes por este joven texano, cuarenta y cinco minutos antes de la tragedia, ofrece prueba contundente a propósito de la motivación política del evento. No cabe tampoco dudar sobre la provocación de sentimientos relativos a la inseguridad y el terror en una población inerme y por tanto vulnerable. Sin embargo, no ha sido probada la existencia de un grupo organizado —con jerarquías, patrones de actuación o cierta estructura— dentro del cual hubiese militado, de alguna forma, el tal Crusius.

Otra vez Calduch Cervera: “la estrategia terrorista requiere de una base grupal estructurada y una organización que garanticen una permanencia que vaya más allá de las personas que las crean y/o participen en ellas.” En otras palabras, sin organización que vaya más allá de las personas no puede argumentarse terrorismo.

Estamos ante una paradoja: de un lado el canciller Marcelo Ebrard quiere que nuestro gobierno, en particular la Fiscalía General, participe en las investigaciones sobre el atentado del 3 de agosto porque nos conviene saber, con certidumbre, si Crusius pertenece a una red más amplia de terroristas dispuestos a asesinar mexicanos. Del otro lado, mientras no se demuestre que esa red existe se complica definir el acto como terrorista y, por tanto, México no tiene derecho a participar en la investigación.

Se suma a esta ambigua realidad que tampoco hay precedente en los Estados Unidos sobre un gobierno extranjero involucrado en una investigación judicial de esta envergadura y se antoja improbable que vaya a ser Donald Trump, el presidente ultranacionalista, quien abra primero esa precisa puerta, en pleno año electoral.

Zoom: dice Jesús Esquivel, reportero mexicano radicado en Washington DC, que nuestros mejores investigadores del caso serán los políticos del Partido Demócrata, porque mucho les conviene a ellos conducir este proceso criminal hacia sus causas primeras y también hacia sus últimas consecuencias.

www.ricardoraphael.com / @ricardomraphael

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