Juan Martínez salió de Santa María Tlahuitoltepec, municipio del distrito Mixe, Oaxaca, en 1978. Con 19 años y sin entender español, el hombre abandonó la vida en el campo y emprendió un viaje hacia la capital del país. La ciudad en la que creía que su situación mejoraría. Pero al llegar, Juan se enfrentó con una dura realidad.
“Indio”, “oaxaco” o “del cerro” fueron las expresiones que escuchó todo el tiempo. En la calle y en su empleo, el trato era el mismo.
“El racismo hacia los pueblos indígenas es un problema complejo. Hay una creencia de que si los indígenas no dejan su diferencia cultural e indigeneidad a un lado, no son iguales y se les niega el ejercicio pleno de sus derechos. Esta cuestión se intensifica con los migrantes, porque la gente del lugar al que llegan los ve como si no pertenecieran”, explica Olivia Gall, coordinadora de la Red Integra e investigadora del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades.
El rechazo que Juan vivió en la capital permeó todos los aspectos de su vida. El ámbito laboral fue el más duro. Sus primeros años sólo pudo aspirar a actividades domésticas y de obrero. En todos sus primeros empleos, su origen y color de piel lo convirtieron en el objetivo de maltrato. “Cuando trabajé de obrero, tenía un patrón muy déspota. Él era de Michoacán y tenía ojos azules, sólo por eso se sentía superior a todos. Me dejaban el trabajo pesado, porque venía de un pueblito indígena y sabía cargar”, relata.
La mezcla del color de piel, el bajo nivel académico y su situación económica son características por las que esta población es altamente discriminada. “Desafortunadamente, por una deuda histórica que tenemos en México, resulta que estos tres elementos se encuentran juntos en las personas indígenas”, explica Jacqueline L’Hoist Tapia, presidenta del Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación de la CDMX (Copred).
En la Ciudad de México hay 960 mil 59 habitantes que se consideran indígenas, de acuerdo con la Encuesta Intercensal 2015 del Inegi. Esto representa apenas 9% de la población capitalina. De los más de 950 mil, un total de 397 mil 148 lograron tener un empleo en la ciudad; 53% se concentra en cinco sectores: comercio, labores domésticas, ambulantaje, almacenistas y conductores de transporte.
La otra mitad trabaja en más de 15 ramos; desde la construcción, artesanías y técnicos hasta ingeniería o como autoridades gubernamentales. Para ellos, reconocerse como indígenas no sólo les trae discriminación en la vida diaria. Sus rangos salariales tampoco son iguales. En Milpa Alta, la delegación con la mayor tasa de estas personas, esta diferencia es clara. El sueldo más alto para un ingeniero civil con raíces indígenas es de 12 mil pesos. Mientras que alguien que no se autodenomina así reporta un salario de 28 mil pesos, de acuerdo con datos de la Encuesta Intercensal 2015.
Lo mismo ocurre en puestos como contadores o especialistas en finanzas y economía. La paga más alta que recibe una persona indígena es de 16 mil pesos. Del otro lado, hay quienes reciben hasta 30 mil pesos por ese mismo puesto.
“Cuando te vas metiendo más en la sociedad, te das cuenta que hay diferencias entre nosotros y un mestizo. A ellos siempre les dan prioridad. Se nota el mejor trato y que ganan más, mientras que a uno lo rechazan”, cuenta Juan.
El reto de la gran ciudad
El primer lugar al que Juan llegó fue a una zona residencial del sur de la ciudad: El Pedregal. Sus grandes casas, los automóviles y todas las avenidas pavimentadas asombraron a este joven. Ese año cambió el trabajo de campo por las labores domésticas.
Sus primeros 12 meses en la capital no fueron fáciles. De una casa pasaba a otra. Los sueldos eran precarios. Las jornadas eran de más de 10 horas. El trato que recibía era malo. Nunca dejó de sentirse ajeno a su entorno. Para una persona indígena no es fácil tener mejores oportunidades laborales en la ciudad. “La gente piensa: ‘¿cómo un indígena va a ocupar otro puesto, si no habla bien español o si no tiene el mismo nivel de educación que alguien urbanizado?’”, explica Olivia Gall.
Además, este racismo que existe en México ha logrado marcar una línea entre quién es superior o inferior. “Hay una creencia intrínseca de que los indígenas son inferiores y no sólo por una cuestión de piel, porque en el país los morenos no son sólo ellos. Esto va más allá de la fisionomía, de la cultura o la posición económica”, explica la coordinadora de la Red Integra.
Después de pasar un tiempo realizando labores domésticas, Juan pasó a la jardinería. Su siguiente escaño fue ser obrero en una fábrica embotelladora. El trato no mejoró. Los trabajos pesados, las largas jornadas y el bajo sueldo eran una constante. “Ahí fue un poco de lo mismo. Sólo me daban los trabajos de cargar, de ir de allá para acá. No me daban oportunidad de hacer nada más. Me mandaban por los bultos de azúcar que llegaban en el tren y me pagaban centavos”, cuenta.
El problema de la discriminación laboral indígena también tiene que ver con una cuestión de clases. “La capital es una zona muy clasista, importa mucho cómo te ves, tu vestimenta, cómo hablas y si no encajas eres excluido desde un inicio”, explica la presidenta del Consejo contra la Discriminación de la CDMX.
Un aspecto tan natural como su lengua natal se puede convertir en objeto de burla y exclusión. “Siempre notas la diferencia que hay con los pueblos indígenas y más con los que hablan alguna lengua. No nos dan la oportunidad de ser como los que están arriba”, relata Juan.
A eso se le tiene que sumar que en los trabajos no se reconocen las lenguas indígenas como un idioma más. “Se les pide que hablen francés o inglés, pero al otomí, náhuatl y otras lenguas no se les da el reconocimiento de idiomas. Esto es sólo una muestra de discriminación”, asegura L’Hoist Tapia.
Juan pasó de un trabajo a otro . Su esperanza de vivir mejor cada vez estaba más lejos. Sin estudios y con raíces indígenas, sentía que la calidad de vida que aspiraba tener era casi imposible de obtener. La solución que encontró fue estudiar mecánica y así pelear por mejores puestos. “Veía a los que trabajaban conmigo y pensaba: ‘¿Por qué ellos sí y yo no?’. Yo también tengo pies, manos y pensamiento, ¿por qué no puedo tener lo mismo que ellos sólo por venir de un pueblo?”.
De los 397 mil indígenas que laboran en la ciudad, 122 mil cuentan con alguna licenciatura, especialidad, maestría o doctorado. Ellos han logrado obtener puestos como contadores, secretarias, capturistas de datos, médicos generales o docentes. Pero el lado opuesto de la estadística muestra a 563 indígenas, que aun con carrera profesional, no reciben ninguna paga por su trabajo y 12 mil que ganan menos de 5 mil pesos mensuales. Los sueldos altos, de 50 mil a 250 mil pesos mensuales, sólo lo han logrado 2% de esta población. “En México falta reconocer a los ingenieros, poetas y arquitectos, y comprender que muchas veces no manifiestan que son indígenas por miedo a que los hagan menos”, dice Jacqueline L’Hoist.
El nuevo perfil académico de Juan no le trajo mejores tratos. Para sus patrones, él seguiría haciendo lo mismo: barrer o lavar y cargar bultos. En la fábrica no les interesaba que aprendiera más sobre la operación y mantenimiento de la maquinaria. “Yo terminaba rápido y me paraba atrás de mi supervisor para ir viendo lo que hacía, porque no quería enseñarme nada”, dice Juan.
La discriminación laboral que sufre este sector es más notoria, porque se cree que “los indígenas hagan lo que hagan nunca van a dar el ancho. Se piensa que en el fondo son primitivos, salvajes o atrasados y por esta cuestión de poco entendimiento es que muchas personas sufren”, recalca Olivia Gall.
Después de ocho años de largas jornadas y trabajos pesados, Juan logró subir de puesto. Pasó de obrero a encargado de 14 personas en la planta donde trabajaba. De los más de 300 mil indígenas que en 2015 reportaron tener un trabajo, sólo 3% tenía un puesto directivo.
En su ascenso conoció una nueva faceta de la discriminación laboral. Malas jornadas sin pago y trabajos pesados era lo que se esperaban que hiciera con las personas a su cargo, era como si Juan pudiera verse en un espejo en donde ahora el que discriminaba era él. “Yo sentí feo de hacerle esto a mi propia gente. Cómo quieres exigir respeto para tu comunidad, si tú no sabes respetar”.
Independizarse para sobrevivir
Con su nuevo puesto, Juan pudo echar raíces con su familia en la zona sur de Valle de Chalco, Estado de México. Duro dos años con ese trabajo. Al salir, pensó que sus estudios y experiencia jugarían a su favor, pero el panorama era el mismo: largas jornadas laborales por tan sólo 500 pesos a la semana. “Nunca te preguntan qué grado de estudios tienes, solamente de dónde vienes y qué sabes hacer”, explica este hombre de ahora 58 años.
Su nueva salida fue montar su propio negocio. Las artesanías, una tradición que para él se ha perdido, fue la industria que lo llevó a emprender. Junto a su familia y otros indígenas de su comunidad, fundó el colectivo Foro Multicultural Xico. En este espacio, que coordina su hijo Carlos, se producen cervezas artesanales, zapatos, blusas bordadas y otros trabajos que mediante su comercialización le permite tener un ingreso fijo para su familia.
En 2015, 98 mil indígenas optaron por la vía laboral independiente, mientras que 4 mil 400 vieron en el sector artesanal una buena opción de negocio, de acuerdo con los datos de Inegi. Para Carlos, hijo de Juan, esta vía es una forma de reivindicar las tradiciones de sus padres y abuelos en los lugares urbanos como la ciudad, en donde cada vez se pone más de moda ciertos aspectos de la cultura indígena.
Pero en México existe un estigma y prejuicio de que los indígenas sólo son buenos para el trabajo artesanal. “La discriminación es enorme cuando pensamos que los indígenas están hechos para ciertas cosas, porque vienen de la tierra y entonces tienen que quedarse en actividades que se han decretado para ellos”, dice la coordinadora de la Red Integra. “Lo que falta es revalorizar el trabajo. Entender que ser indígena no es condición de inferioridad. Podemos laborar en un abanico de posibilidades y sería más fácil si la sociedad no rechazara esta parte”, comenta Carlos, quien además tiene una licenciatura en economía.
El panorama es crudo, pero realista. En el ámbito indígena existe una dualidad. Mientras por un lado se habla del aprecio por las tradiciones y costumbres indígenas, se enaltecen productos como el mezcal y los bordados artesanales, en la otra cara de la moneda está la discriminación, en la que la condición social, el color de piel, la lengua, el nivel académico o el simple hecho de ser indígena marcan la pauta del desempeño laboral y el trato que reciben los indígenas que llegan a la ciudad en busca de mejores oportunidades.