Este es el borrador de un ensayo que llevo meses escribiendo en mi cabeza. Quizá, más bien, han sido años. Llevo alrededor de una década preguntándome ¿cómo responder a la violencia? Parece, me llega esa sensación, que he dedicado mi vida entera y mi escritura -que, para cualquier caso, ahora son lo mismo- abocada a entender la violencia. Me refiero, por el momento, específicamente a cómo las mujeres respondemos a la violencia sexual. En las últimas reuniones con mis amigas pregunto, a manera de ritual, por recomendaciones sobre libros que hablen de esto. Me interesa entender estas respuestas en el entrecruce de la ficción y la no-ficción. Y me pregunto si al reunir ambas formas de registro literario se puede construir algo más parecido a un archivo emocional, una memoria colectiva que registre no sólo las formas de resistencia sino las de sanación. Un archivo que no sea una colección de respuestas cerradas, sino un testimonio abierto, mutable, donde las reacciones y las preguntas se vuelvan parte de mi propia historia de violencia que intento contar pero, más importante, de la historia que intentamos transformar.

El caso de Gisèle Pelicot vino a removerme todo lo que creía hasta ahora posible dentro de la estructura concebida para responder a la violencia sexual. Gisele retó a la vergüenza. Estuve a punto de escribir “y triunfó”. Pero me molestan, de una forma muy irónica, las metáforas bélicas. Intento buscar otras palabras. Me rehúso a entender la violencia sexual como una guerra. No se trata de eso. Hablar de violencia sexual en términos bélicos implica aceptar un marco conceptual que privilegia la confrontación directa, el binarismo, la lógica de la victoria o la derrota. La violencia sexual no es un conflicto ni un enfrentamiento; es una imposición, una invasión que desdibuja estas categorías. El “triunfo” no es posible porque no es deseable, en primera instancia, que exista. Busco un lenguaje que se aleje de esa matriz combativa, que no traduzca las respuestas en términos de lucha, sino de reconstrucción, de reconfiguración del sentido. La violencia sexual opera en lo subjetivo, en lo cotidiano, y necesita, me parece, ser abordada desde esas coordenadas. No se trata de ganar una guerra; se trata de recuperar la capacidad de habitar el mundo de formas que trasciendan las lógicas del daño y la dominación.

"Cuando abrí las puertas de este juicio el 2 de septiembre del año pasado, quise que la sociedad pudiera apropiarse de los debates que tuvieron lugar. Nunca me arrepentí de esa decisión", afirmó Gisèle Pelicot después de que su ex marido fuera condenado a la pena máxima de 20 años de cárcel por drogarla y violarla durante una década y reclutar a decenas de hombres para que abusaran de ella mientras estaba inconsciente. El juicio fue público para que, como ella misma dice, la vergüenza cambiara de lado. La vergüenza, lo sabemos, ha sido históricamente una herramienta de control sobre las víctimas, un peso que las silencia, las aísla y las obliga a cargar con una culpa que no les pertenece. Gisèle trasladó la vergüenza al lugar correcto: a los perpetradores, a quienes permitieron y normalizaron esos actos, a las estructuras que fallaron en protegerla. En este acto, la vergüenza dejó de ser un muro para convertirse en un reflejo.

Cambiar de lado la vergüenza no solo es un gesto individual de resistencia, sino reclamar un espacio en el que las víctimas puedan narrar sus historias sin miedo y, en cambio, sean las acciones del agresor las que enfrenten el escrutinio público. Gisèle nos muestra que el juicio no es solo un lugar para buscar justicia en términos legales, sino también un escenario donde se disputa el sentido de la moral colectiva, donde se redefine qué es aceptable y quién debe rendir cuentas. De este lado, con las voces de las víctimas, es donde debemos colocarnos.

Empecé este año a escribir esta columna. Me parecía muy necesario dedicar el primer texto a explicar por qué empecé a escribir sobre violencia. Una de las razones por las que decidí aceptar este espacio fue para abarcar el lugar que me había sido arrebatado, precisamente, por esta violencia. Hace ya casi seis años del #MeToo en México. Nuestras ideas sobre la justicia se transformaron. Los señalamientos abarcaban una gran gradiente de lo que entendemos por violencia y maltrato. La violencia no es unívoca, y nuestras respuestas tampoco tendrían que haberlo sido. Necesitábamos, de alguna manera, encontrar formas de contar nuestras historias que también abracen los matices, que permitan que lo incompleto, lo contradictorio, lo ambiguo sea legítimo. Porque en esos matices es en donde reside la posibilidad de imaginar una justicia distinta que no se agote en la “cancelación”, en lo esencialmente punitivo.

Regresé a leer la entrevista que las periodistas Daniela Rea y Lydiette Carrión me hicieron hace casi seis años para Pie de Página, durante la explosión del #MeToo. Debo confesar, en el espacio que ocupa esta oración, que tenía miedo de encontrarme de nuevo conmigo misma, vulnerable. No volví a ver esa entrevista hasta este momento. En ella me preguntan si es posible que el agresor pueda resarcir el daño y yo contesto “Nuestra existencia como mujeres en esta sociedad patriarcal se trata de convencernos a renunciar. Ya no más. El daño que se hace se queda y se instala en la memoria de todo lo que somos. Esta es mi forma de enfrentarme al mundo, a partir de las heridas, para repetirme siempre: soy porque he luchado”. Es, claramente, una respuesta ambigua porque en ese momento no sabía si creer en que había una forma de justicia reparadora. Hoy lo tengo claro: la justicia está en donde la memoria colectiva se pueda construir como un acto político que interpele al presente. Y no me refiero a la colectividad como un refugio emocional, sino a un espacio que redefine las condiciones de posibilidad para un futuro donde la violencia no sea la norma, y la justicia sea más que un acto de retribución sino que sea, más bien, la creación de nuevas formas de habitar el mundo en común. Por esto, por el archivo de memoria colectiva que hiciste posible para todas, viva seas, Gisèle.

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