“Usted es igual que El Chapo Guzmán”, le dijo el juez Cogan el pasado 16 de octubre a Genaro García Luna, ex secretario de Seguridad Pública de Felipe Calderón, quien fue condenado en la Corte del Distrito de Nueva York por narcotráfico y delincuencia organizada. El “zar antidrogas”, que encabezó la fallida estrategia de seguridad durante el sexenio de Calderón, pasará treinta y ocho años en prisión. Frente a esta sentencia, se vuelve ineludible insistir en las implicaciones de la relación entre el Estado y el crimen organizado.

No existe crimen organizado sin la existencia del Estado. Los acuerdos de colaboración por debajo del agua, la corrupción de las autoridades a nivel local, estatal y nacional, permiten la sobrevivencia de las organizaciones criminales. Tras la sentencia de García Luna, esperábamos el silencio del expresidente Felipe Calderón, aquel quien le otorgó de manera irrestricta el control de la seguridad del país. Sin embargo, el criminal de guerra -permítanme llamarle así a quien inició esta guerra tan dolorosa- se hizo presente el mismo día que dictaron la sentencia en un hilo de la red social X. En su hilo, Calderón se deslinda de las actividades criminales de García Luna y reafirma, sin asomo de conciencia, que no se arrepiente de haber emprendido una “lucha por la seguridad de los mexicanos”. Hay una manera especial de ser cínico e insensible, este es un ejemplo de aquello.

El lenguaje bélico, sin embargo, lo delata. Calderón inició una guerra que pretendía ser una política de seguridad, pero que no tenía nada de política ni siquiera un ápice de un objetivo de mantener la seguridad en el país. Han pasado 18 años desde que Felipe Calderón inició una guerra que tantas y tantas vidas ha costado. Esta estrategia de guerra no sólo no disminuyó la violencia que pretendía erradicar sino que la exacerbó. Nuestra generación creció con miedo. Era común, entre los años 2006 y 2012, escuchar cada día en las noticias el anuncio de una masacre. Se volvió común dejar de guardar a nuestros padres en los celulares como “mamá” y “papá” porque ser secuestradxs era, siempre, una posibilidad. En las escuelas ubicadas en zonas de lucha por la “plaza” aprendimos a protegernos de los tiroteos. Nos enseñaron a diferenciar entre el sonido de los fuegos artificiales y los balazos.

Los datos son imposibles de ocultar. De acuerdo con el registro de mortalidad del INEGI, para el año 2006, antes del inicio del sexenio de Calderón, la tasa de homicidios se encontraba en 4.8 por cada 100 mil habitantes; para la mitad de la administración, en 2009, la tasa de homicidios ya se había duplicado. Al terminar este sexenio, en 2012, la tasa de homicidios ya se había casi triplicado, llegando a alrededor de 12 homicidios por cada 100 mil habitantes a nivel nacional. Desde 2006, hasta la fecha, la violencia no ha dejado de aumentar. La culpa de esto reside, en parte, tanto en Calderón como en García Luna.

Y sin embargo, la condena de García Luna no otorga verdad ni justicia para las víctimas de la “Guerra contra las drogas”. Felipe Calderón sigue impune. Jorge Mercado y Javier Arredondo, asesinados por elementos del Ejército dentro del campus Tec de Monterrey en 2010, tuvieron que esperar más de una década para llegar a una sentencia que no alcanzó a los verdaderos responsables debido a la cadena de mando. Como ellos, cientos y miles de víctimas de la guerra siguen esperando justicia. La sentencia de García Luna nos reafirma, además, que la DEA sabía de sus nexos con el Cártel de Sinaloa e, incluso así, siguió colaborando con él. Tanto Genero García Luna como Felipe Calderón tienen que ser juzgados como criminales de guerra por violaciones graves a derechos humanos. Tristemente parece que, para eso, todavía falta esperar mucho.

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