Algunas de las indicaciones que se les daban a los hombres para poder ingresar eran: no ponerse perfume, no haber fumado previamente, llegar solamente a altas horas de la noche, desvestirse antes de entrar al cuarto y, por último, estar listo para salir corriendo en caso de que ella se moviera o se despertara. Sí, los hombres que entraban sabían que Gisèle Pelicot estaba inconsciente y que no podía consentir ningún encuentro. El caso de Pelicot incendió en indignación a cada una de las personas que lo leímos. Durante casi una década, su marido la drogó para dejar que otros hombres la violaran. Hasta el momento, 51 hombres están siendo juzgados por el delito de violación en contra de Gisèle, incluyendo a su marido Dominique.

Ante el tribunal, Gisèle Pelicot declaró que creía que ella y su marido eran una pareja fuerte. Pareciera que en la infancia se nos dota de una amalgama pegajosa de certeza. Conforme vamos creciendo se instala la decepción. Esa amalgama pegajosa termina por romperse. En algún punto algo se quiebra. Dudamos de todo y de todos. Ponemos en jaque las oraciones y las sentencias. Este es el enfrentamiento más aterrador cuando nos asumimos adultas: dejar de asirnos a la certeza. Y quizá lo terminamos de entender demasiado tarde. Cuando crecemos la decepción es, incluso, más honda. Pasa el tiempo y nos damos cuenta de que aquello que creíamos un lugar seguro, en realidad, nunca lo fue. No hay espacio para más. “Teníamos todo para ser felices”, dijo Gisèle.

Frente a una denuncia de violencia sexual, las mujeres quedamos expuestas al cuestionamiento, al allanamiento de “la verdad”, a ese mismo sistema que condena y criminaliza a todas esas voces que se atreven a decir “yo también lo viví, a mí también me pasó”, luego de que surge un primer grito que empieza a incenciarlo todo. Por ello debería costarnos creer en el atrevimiento de las “denuncias falsas”. Ninguna mujer se muestra así misma de esa forma para ser revictimizada, rota e increpada por nada.

Destaca el caso de Dominique Pelicot por la cantidad de hombres que incentivó y permitió que violaran a su esposa. La noticia escaló fácilmente a nivel internacional porque ¿cómo era posible que tantos hombres, tantas veces, violaran a una mujer y nadie dijera nada? Se llama pacto patriarcal, un pacto de silencio que ha permitido que la violencia patriarcal se convierta en poder de mando por siglos. Es así como se allanaron las cúpulas de lo que reconocemos como el orden social. No solamente ha permitido establecer poder sino mantenerlo. La violencia sexual se ha usado históricamente como una táctica de cohesión e integración durante las guerras. Académicas como Dara Kay Cohen (2013) han investigado cómo la integración de grupos armados, especialmente aquellos conformados por hombres forzados a ir a una guerra, se da únicamente mediante las violaciones en grupo. La violación es el mecanismo causal de la integración de los grupos armados. Es decir, violar a mujeres en grupo es lo único que los hace sentir que pertenecen a un grupo y los convence de permanecer. Ese factor de pertenencia y esa táctica de guerra se reproduce ad infinitum en la conformación de la sociedad tal y como la conocemos.

Existen al menos cuarenta tonos de azul, cuarenta palabras que funcionan como adjetivos para intentar referirnos al continuo de un color en el espectro de la luz. Es verdad que no todos los hombres, que hay matices en las palabras, en los tipos de violencia. No todos los hombres porque desde ese punto de vista no existe solución, porque entonces le quitamos el foco a lo que debería importar: el orden patriarcal, el Estado, el sistema que permite ese pacto y lo que entendemos por “justicia”. No todos los hombres porque es regresar a un círculo argumentativo de esencialización del género. No todos los hombres porque no tendríamos por qué vivir con miedo. ¿Para qué, entonces, luchamos? Y regreso a lo importante, nombrar: que los hombres rompan el pacto. Que se despojen del silencio. Esa es su responsabilidad.

“Debemos hacer frente a este desastre”, dijo Gisèle en el estrado. “Por dentro tengo un campo de ruinas… intentaré reconstruir mi vida. No sé cómo”. También es verdad que sólo usamos una palabra para referirnos a la violación. No existen gradientes o tonalidades que puedan calificar al cuerpo cuando se habla de que sufrió una violación. Me parece que en eso radica la verdadera importancia de movilizarnos hacia la exigencia de justicia, en aferrarnos a que no hay posibilidades de duda.

El reverso de la totalidad, el otro, el no-sujeto, un continente oscuro: así han sido definidos nuestros cuerpos desde la narrativa de la construcción patriarcal. Estuvimos por años y años atrapadas en un eterno lenguaje falocrítico. Hasta el siglo pasado, salvo pequeñas islas luminosas de la contra-historia, las mujeres estábamos exiliadas de nosotras mismas, incorporadas y circunscritas a una economía, cultura, política y deseo identificable con las necesidades masculinas. La importancia de construir no sólo una nueva historia sino una reconstrucción del espacio para nosotras recae en esto. Lo estamos edificando, incluso con miedo, pero ya no nos vamos a quedar calladas.

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