La reciente discusión del ampliamiento y reforzamiento de la prisión preventiva oficiosa en México desató algunos comentarios respecto a la criminalización de las personas usuarias de sustancias. La reforma presentada en la Cámara de Diputados contemplaba, en un principio, incluir al narcomenudeo como un delito meritorio de prisión preventiva oficiosa, es decir, que cualquier persona acusada por este delito iba a ir a la cárcel de forma automática. Uno de los problemas que presentaba esta iniciativa, más allá de que de facto la existencia misma de la prisión preventiva oficiosa es contraria a los derechos humanos, es que incluir el delito de narcomenudeo implicaba criminalizar a las personas usuarias de sustancias. Un acierto de Morena en el pleno fue modificar la propuesta para eliminar este delito. Sin embargo, estamos todavía muy lejos de empezar a hablar de legalización y no de criminalización.
El enfoque dominante de la política de drogas en México, como en otras partes del mundo, ha sido el prohibicionismo y la patologización. Este enfoque se ha construido sobre la idea de un "mundo libre de drogas", promovida desde la Convención Internacional sobre Estupefacientes de 1961, que estableció como objetivo central la protección de la salud de la humanidad de los supuestos daños de las sustancias psicoactivas. En este marco, todo consumo de drogas es interpretado como irracional, compulsivo y, por tanto, inherentemente dañino, ignorando las múltiples motivaciones y contextos en los que se desarrolla.
El prohibicionismo no solo se sostiene en un sistema de justicia punitivo, sino también en narrativas médicas, políticas y sociales que moralizan el consumo, condenando a las personas usuarias como cuerpos patológicos y promoviendo el estigma. Este estigma no solo dificulta el acceso a servicios de salud y bienestar, sino que también silencia otras perspectivas sobre el consumo, como aquellas que reconocen el placer o el bienestar como dimensiones legítimas. Bajo esta lógica, el placer asociado al consumo es automáticamente reducido a adicción, negando cualquier posible experiencia positiva y complejizando aún más las barreras para discutir enfoques alternativos.
Hablar de legalización de sustancias en lugar de perpetuar su criminalización es una necesidad urgente, especialmente en un contexto como el de nuestro país, donde el prohibicionismo no solo ha fracasado en reducir el consumo, sino que ha exacerbado la violencia y la diversificación de los mercados ilegales. La criminalización de las drogas ha generado un ciclo de represión que impacta desproporcionadamente a las comunidades más vulnerables, llenando las cárceles con personas usuarias o pequeños distribuidores mientras los grandes actores, los verdaderos responsables de la violencia, permanecen intocables. Hemos visto cómo la política prohibicionista ha fomentado la expansión de actividades delictivas más allá del tráfico de drogas, como la extorsión, el secuestro y el tráfico de personas, fortaleciendo la capacidad operativa y económica de los grupos armados no estatales.
El abandono del prohibicionismo abriría la puerta a políticas basadas en evidencia científica, salud pública y un enfoque centrado en derechos humanos, dejando atrás visiones moralizantes que han demostrado ser ineficaces. Esto tendría implicaciones positivas en múltiples frentes: menos violencia y corrupción, prevención y educación sobre el consumo de sustancias con base en información objetiva, una reducción del estigma y la discriminación hacia las personas usuarias, y acceso seguro, regulado y controlado a sustancias. Todo esto representaría un paso crucial hacia la construcción de paz y la capacitación adecuada de los profesionales que brindan servicios de salud y atención relacionados con las drogas.
La criminalización no ha logrado reducir el consumo; por el contrario, ha contribuido a perpetuar dinámicas de violencia y exclusión social. La regulación, en cambio, ofrece una oportunidad para controlar no solo la disponibilidad de las sustancias, sino también los factores asociados a la oferta y la demanda. Es crucial reconocer que el consumo de drogas no depende únicamente de esta dinámica del mercado, sino también de factores sociales, estructurales e individuales que determinan cómo, por qué y en qué contextos se usan estas sustancias. Una política regulatoria bien diseñada permitiría intervenir en estos aspectos, fomentando prácticas más seguras y reduciendo las externalidades negativas asociadas al mercado ilícito. En este sentido, es urgente una política de drogas que le apueste a la salud y a los derechos humanos, no a políticas que lo único que hacen es deteriorarlos.