“Hay algo de lo que no nos curamos, y pasarán los años y no nos curaremos nunca”. Siempre regreso a esa frase de Natalia Ginzburg cuando empiezo a escribir sobre la violencia. Cuando pensamos en un hecho violento, quizá lo primero que nos viene a la mente es aquello que atraviesa al cuerpo de forma física, una afectación, un rompimiento en la certeza de lo que entendemos como vida. El siguiente pensamiento es aquello que le corresponde al mundo de lo no tangible. Esa correspondencia hacia lo que pasa dentro del cuerpo, una movilización de certidumbre en los afectos. Podemos entender la categorización de la violencia a partir de afectaciones colectivas o individuales, físicas o no visibles. Y sin embargo, perpetuamente su existencia.
Siempre hay un principio. El de nuestra historia colectiva suele contarse a partir de un año en específico: 2006. Con Felipe Calderón asumiendo la presidencia, inició la llamada “Guerra contra las drogas”, caracterizada por un conjunto de operativos de despliegue de fuerzas del Estado, planteada como una estrategia de “combate frontal y eficaz al narcotráfico” de acuerdo con el Plan Nacional de Desarrollo 2007-2012. Esta política marcó una nueva era de confrontación abierta y directa entre el Estado y los grupos del crimen organizado, exacerbando la violencia y alterando la relación entre el Estado y los actores criminales. La política de seguridad se convirtió en una guerra que dejó abierta una herida. En esa herida residen nuestros cuerpos como amalgamas, resistiendo incluso frente a la incertidumbre.
Dentro de esa historia colectiva existen, también, nuestras propias historias. “Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir”, escribió Joan Didion. ¿Cómo respondemos ante la violencia?, ¿cuáles son esas historias de la violencia que permanecen, todavía, sin contarse? El silencio es una intuición cercana a la herida, apenas una reacción para detenernos. El silencio como una afirmación de que algo, efectivamente, nos sucedió. Una posibilidad de la quietud. Guardar silencio es una política que se instaura a raíz del surgimiento de cualquier violencia. El silencio como mandato de lo que se reconoce como violento. El silencio como represión. “Lo mandaron silenciar”, una estrategia coloquial de la guerra. “Guarda silencio”, frente a la autoridad. “Silencio”, delante de lo que no debemos nombrar. “Silencio”, mujeres, “calladitas se ven más bonitas”.
Quizá lo más obvio es encontrar una respuesta a la violencia en el rompimiento del silencio. Pero soy una fiel defensora de los lugares comunes porque en su repetición se encuentra cierto grado de certeza. Nombrar es reconocer. Es necesario volverlo palpable, cercano al lenguaje. Reconocemos la guerra como una palabra que encierra nuestras formas de habitar este país. En una marginalia escrita por Charles Tilly, pausaría aquí para anotar que así es como surge en realidad el Estado: a partir de la guerra. "La guerra hizo al Estado, y el Estado hizo la guerra".
El proceso de formación de casi todos los Estados ha estado inherentemente conectado a la violencia porque intentan atraer hacia sí mismos los medios de coerción para seguir manteniendo el orden. Existe un orden porque existe un castigo. En las respuestas a la violencia se encuentra la justicia. Y frente a la guerra, de cara a la violencia, es necesario empezar a reafirmar que castigo no es igual a justicia. La alternativa es voltear a ver los procesos de construcción de paz. Apostar por ellos. Abrazar la memoria y no el olvido.
Empecé a estudiar la violencia porque vi cómo mis vecinos fueron asesinados en una lucha por el control de un territorio. Porque escuché el llanto de las familias después de los balazos. Porque un día mi padre llegó a la casa contándonos que tuvo que ponerse detrás de un poste de luz para que las balas no lo alcanzaran. Porque creí que lo había perdido todo cuando me atreví a poner mi cara y mi nombre en un señalamiento público hacia mis agresores. Porque me llamaron loca y mentirosa.
Escribir, para mí, es una forma de justicia. Consignar una historia a la verdad. Abrirle espacio y abarcarlo todo. Por eso sigo insistiendo. Ocupo los espacios que me fueron arrebatados. Rompo el silencio. Y, aquí, escribo.