Esta semana en la capital del país, dentro la Casona de Xicoténcatl, antigua sede del Senado de la República, vimos aplausos y risas, regodeos de felicidad y gritos de euforia por la aprobación de la reforma judicial. Sin embargo, mientras esto pasaba, en el norte una escalada de violencia se hacía presente en las calles de Sinaloa. Por un lado, Rubén Rocha, gobernador de Sinaloa declaraba en medios que “en Culiacán prevalece la tranquilidad” y el presidente López Obrador coronaba con el comentario que la violencia en la capital de ese estado “no es un asunto mayor”. Sin embargo, hasta el momento se ha contado un saldo de por lo menos 10 personas asesinadas y 20 desaparecidas en casi una semana de esta ola de violencia; además, las escuelas han tenido que suspender las clases y los negocios decidieron cerrar de forma indefinida.

La ola de violencia tiene su punto de inicio con la detención de “El Mayo” Zambada. El 25 de julio de 2024 Estados Unidos anunció su detención, tras haber aterrizado en Nuevo México junto a Joaquín Guzmán López, hijo de "El Chapo” Guzmán. El gobierno de México, días después, reconoció que no tenía conocimiento de dicho operativo sino hasta el momento en que se concretó. La detención tiene varias implicaciones para la política internacional y nacional, pero quiero concentrarme en una en particular: la fragmentación del Cártel de Sinaloa. Dentro del Cártel de Sinaloa se está disputando no sólo el territorio sino todo el control que implica el poder histórico, económico, social y político de la organización. “Los Chapitos” contra la gente de “El Mayo” tienen prácticamente inmovilizada a la capital del estado.

A raíz del inicio de la “Guerra contra las drogas” en 2006 bajo el mando de Felipe Calderón, hemos visto un incremento en la violencia. Las tasas de homicidios y de desapariciones desde entonces no han dejado de aumentar. Más que una “política de seguridad” o “combate en contra de las drogas”, se trató de una estrategia de militarización sustantiva, de un conjunto de iniciativas prohibicionistas y de una persecución desproporcionada a personas de grupos históricamente vulnerados. Tras 2006, hemos visto cómo los grupos del crimen organizado se han diversificado y fragmentado.

Los estudios académicos han encontrado una posible explicación para entender ese incremento en la violencia: las intervenciones de las fuerzas públicas de seguridad (Philips, 2015; Calderón et al, 2015; Atuesta y Ponce, 2017). Estas intervenciones tienden a fragmentar a las organizaciones criminales y estos cambios, a su vez, producen más violencia. Esto es lo que estamos viendo en Sinaloa. La “guerra”, que no se terminó con la salida del poder ejecutivo de Calderón, y sus costos. Lejos de terminar con la violencia que estas “políticas de seguridad” pretendían erradicar, los costos se incrementan, día con día.

La estrategia discursiva de “abrazos no balazos” del todavía presidente Andrés Manuel López Obrador no fue más que eso. Para las fuerzas públicas de seguridad la “guerra” continúa. Podemos verlo si analizamos las cifras de enfrentamientos de la SEDENA, por ejemplo, en donde el número no sólo ha seguido igual que en el sexenio de Calderón sino que, en algunos casos, ha ido en aumento. La presencia de las Fuerzas Armadas en el espacio público sólo ha ido incrementándose. Por ello resulta incluso cínico que alguien como López Obrador, que le ha dado continuación a la “guerra” de Calderón, diga que el caso actual de Sinaloa “no es un asunto mayor”.

Hemos visto, año con año, cómo las intervenciones de las fuerzas de seguridad provocan una alteración en el statu quodel crimen organizado, tanto a corto como a largo plazo. Y esta inestabilidad, provocada por el aumento en el número de grupos, ha generado un notable incremento en la violencia. Pareciera que, más bien, la “guerra” se convirtió en el statu quo y que no hay intenciones de cambiar la estrategia.

En este contexto, sería pertinente considerar un análisis de cambio de régimen respecto a las drogas ilícitas. Estamos frente a una súper mayoría en el poder legislativo que podrían hacerlo posible. Aunque el crimen organizado ha diversificado sus actividades, una regulación bien diseñada de las sustancias que actualmente son ilegales podría disminuir considerablemente los ingresos financieros de los grupos criminales sin generar divisiones o rivalidades entre ellos (Atuesta y Ponce, 2017). Adicionalmente, se podrían implementar otras estrategias enfocadas en reducir la demanda, priorizando la salud pública, apostarle a la reducción de riesgos y daños, en lugar de seguir centrándose en la reducción de la oferta. ¿Por qué seguir insistiendo en la “guerra”?

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