No se trata solo de empezar. Comenzar es un gesto poderoso, pero insuficiente. Lo verdaderamente trascendental ocurre después, cuando el eco del primer paso se desvanece y el silencio confronta lo que se es con lo que se persigue.

Es fácil celebrar el momento de decidir cambiar, ese grito interno que clama: "¡basta!". Pero el cambio no se consuma en la decisión; se forja en el esfuerzo constante, en la batalla diaria contra la comodidad y la duda. Comenzar es un destello, avanzar es un fuego que exige cuidado para no extinguirse.

Caminar un nuevo sendero no implica borrar el pasado. Los miedos, las caídas, incluso los fracasos, no desaparecen, pero tampoco tienen que ser cargas. El pasado no es un lastre; es el suelo firme desde donde se parte. Pretender olvidarlo es arrancar las raíces que sostienen el presente.

El problema no es el peso que se lleva, sino cómo se lleva. Se pueden arrastrar las cicatrices como cadenas o elevarlas como estandartes. Cada herida, cada equivocación, es una prueba de que se vivió. De que fuimos capaces de enfrentarnos al mundo, y aunque no siempre se venció, al menos se tuvo la audacia de intentarlo.

El camino nunca será fácil ni lineal. Habrá días de retrocesos, de horizontes difusos y metas que parecen espejismos. Son esos días los que importan. Cualquiera puede caminar bajo un cielo despejado, pero avanzar en medio de la tormenta es lo que define quiénes somos.

La prisa es un enemigo silencioso que distorsiona los propósitos. Nos empuja hacia resultados inmediatos, logros espectaculares, pero la vida no es una carrera contra el tiempo. Es un trayecto donde cada paso tiene valor, no por su rapidez, sino por su autenticidad.

Y aquí surge una pregunta incómoda: ¿qué significa verdaderamente avanzar? No se trata solo de acumular metas cumplidas o tachar objetivos de una lista. Avanzar es transformarse, es permitir que cada paso desarme y reconstruya de una forma más plena, más fuerte, más auténtica.

El trayecto enseña a valorar lo que ya se tiene mientras se persigue lo deseado. No hay atajos hacia lo esencial. Incluso si no se alcanza el destino esperado, el recorrido habrá sido valioso por todo lo que dejó en el alma.

Avanzar no es solo moverse. Es elegir, no detenerse, confiar en que cada paso, por pequeño que sea, importa. Las pausas, los tropiezos y las dudas son parte del viaje, como los momentos de claridad.

No se mide el propósito en kilómetros recorridos, sino en transformación. En la capacidad de mirar atrás y decir: "No soy quien empezó este camino, y eso es suficiente".

Así que cuando te enfrentes a un nuevo desafío, no mires solo hacia adelante. Mira también hacia adentro. Ahí, en ese espacio profundo donde los sueños y los temores coexisten, está la fuerza que necesitas para continuar.

Avanzar no es una obligación; es un privilegio. Un privilegio que pocas personas se atreven a aceptar. Quien decide tomarlo, quien camina incluso cuando la incertidumbre pesa más que las certezas, descubre algo invaluable: el poder de existir plenamente.

No hay metas finales gloriosas ni aplausos esperando. La victoria está en la decisión de seguir, de levantarse una y otra vez. No importa si otros no ven el sentido; lo tiene. Cada paso, aunque difícil, es una afirmación. Al final, no cuenta el reconocimiento externo, sino la certeza interna de que cada acción te acercó a tu mejor versión. Tú eres artífice de tu propio destino, y esa creación es la única victoria que importa.

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