Una máxima del oráculo de Delfos es: “nada en exceso”. A lo largo de la historia, se ha demostrado que la enfermedad está presente cuando nos excedemos y la salud, está situada en el centro, en la moderación. Vivimos en una sociedad con todos los extremos, la cual debemos dejar de desplazarnos en los polos y regresar al centro. A través del sendero del medio, como dijera la sabiduría Zen.

Se nos ofrecen cursos sobre bienestar, ser positivos, atraer todo lo bueno a nuestra vida, decretar para crear e incluso para “vibrar alto”. La presión social de nuestro entorno, así como las redes sociales; en las que se nos venden vidas perfectas, incluso aun sabiendo que nosotros mismos no las poseemos, las llegamos a promover como si lo fueran. Nos presionan tanto para que seamos optimistas, que acabamos siéndolo o pretendiendo que lo somos.

El exceso de optimismo es el camino directo a la desilusión, de ahí pasamos al sufrimiento, tal parece que encontrarnos en un estado de entusiasmo permanente, y ser felices en todo momento es como una especie de moda. ¿En qué medida esto nos beneficia o nos perjudica? Porque, cuando nuestro comportamiento se basa en un exceso de optimismo, se producen consecuencias negativas para la satisfacción y descontento.

Cualquier forma de escapar de lo negativo, de evitarlo, aplazarlo o silenciarlo solo puede resultar contraproducente. Por un momento, reflexiona, evitar el sufrimiento es una forma de sufrir, evitar la lucha en sí mismo es una lucha, la negación del fracaso es un fracaso. Las frases motivadoras no son una cura para los problemas de la vida.

El fingir que todo va bien, sirve para deslegitimar los auténticos sentimientos de dolor, de rabia o de ansiedad que podemos estar sintiendo, y esto se puede traducir en vergüenza y culpa.

Diversos estudios de diferentes universidades de gran prestigio a nivel mundial han definido a esa positividad como “tóxica”, ya que mantenernos en ese estado como permanente de entusiasmo, nos puede provocar sesgos que se traduzcan en no ver la realidad como se nos presenta. No confundas las ganas de querer algo con la probabilidad de conseguirlo.

Pensar que las cosas van a salir bien, es una gran herramienta para la vida, pero eso no significa que durante el proceso todo tenga que ser placentero. El objetivo es caminar hacia la armonía entre el optimismo y el pesimismo, justo ahí en el medio está la madurez y lo saludable, ahí donde se sitúan las buenas expectativas, pero con una gran cuota de realidad.

La positividad excesiva puede llevarnos a ocultar o negar nuestras emociones, lo que nos conduce a un estrés que daña nuestra salud. Me dice mi maestra de yoga que “una vez no pasa nada, hacerlo siempre, pasa todo”.

Cuando nos sentimos demasiado positivos, que todo lo vemos de color de rosa y actuamos como si la vida en todo momento nos fuera a tratar bien, nos convertimos en personas falsas, poco reales, que no nos sentimos conectados con nosotros mismos. Esto hace que los demás no puedan conectar con nosotros. Por esta razón, vemos muchas caras sonrientes en las redes sociales, pero con sentimientos de vacío y soledad al mismo tiempo.

Vivir fingiendo que en la vida no sucede nada malo es agotador, lo cual nos hace no tener la resiliencia necesaria para superar situaciones adversas. Una forma de darnos cuenta de que estamos “vibrando mal” es cuando preferimos ignorar los problemas en lugar de enfrentarlos. Una cosa es estar no en las mejores condiciones y otra muy distinta, colocarnos una máscara de felicidad y positividad.

Uno debe aprender a actuar de manera honesta y auténtica y no tener miedo a expresar cómo nos sentimos, por supuesto que con las personas que sintamos esa confianza. El estar mal, el sentirnos mal, no nos convierte en personas fracasadas, nos convierte en seres humanos. Una vez que estemos en equilibrio en nuestra vida, estaremos en un optimismo genuino, no forzado, ni excesivo. Reprimir la parte no tan agradable de la vida es una estrategia que puede resultar muy contraproducente para nuestra salud mental y emocional.

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