La vida, en su flujo interminable, nos lleva inevitablemente a la encrucijada de cerrar ciclos. Este acto, lejos de ser una simple despedida, es un ritual sagrado de amor propio. Nos invita a soltar aquello que alguna vez fue el centro de nuestro universo, a enfrentarnos cara a cara con nuestros miedos más profundos, y a abrirnos con valentía a lo nuevo que nos espera al otro lado del abismo.

Buscamos seguridad en la permanencia, pero al resistirnos a soltar, nos encadenamos a lo que ya no somos, atrapados en una sombra de nuestro pasado. Nos desgarramos en el vano intento de sostener tanto lo que fue como lo que podría ser.

Cerrar ciclos no es olvidar, ni negar lo vivido. Es reconocer que cada experiencia tuvo su tiempo, su propósito, y que ese tiempo ha concluido. Al aferrarnos a lo que ya no tiene vida, solo prolongamos nuestra agonía, nos privamos de las maravillas que el futuro nos tiene reservadas. Cerrar un ciclo es un acto de coraje y fe, una declaración al universo de que estamos listos para lo que viene.

Hay una belleza devastadora en el acto de soltar. Es un recordatorio de que la vida es un ciclo continuo de muerte y renacimiento. Cada final nos ofrece la oportunidad de resurgir, de reinventarnos, de explorar nuevas facetas de nuestro ser. Pero este proceso no es sencillo. Requiere una honestidad brutal, una disposición a enfrentarse al vacío y a la soledad que deja lo que se va.

En ese vacío, sin embargo, encontramos la esencia de lo que somos. Escuchamos el eco de nuestra voz interna, esa voz que a menudo silenciamos por temor a lo que pueda revelar. Es en la quietud del silencio donde redescubrimos nuestro propósito. Y es en ese espacio de soledad, donde el nuevo ciclo comienza a germinar.

Cerrar un ciclo no es un signo de debilidad, sino de una fuerza profunda. Es permitirnos sentir el dolor de la despedida, mientras nos abrimos a la esperanza de lo que está por venir. Es una prueba de amor hacia nosotros mismos, una muestra de que valoramos nuestra paz y nuestro crecimiento, por encima del apego a lo que ya no es. Porque al final, soltar no es perder, sino ganar. Ganamos la libertad de abrazar lo que realmente nos pertenece.

No temamos al abismo que se abre ante nosotros; en él, encontraremos las alas que necesitamos para volar. La vida nos pide que confiemos, que demos el salto, con la certeza de que el suelo se formará bajo nuestros pies. Nos pide que soltemos con amor, con gratitud, con la certeza de que todo está en su lugar, de que todo sucede como debe suceder.

Así que, cuando sientas que es tiempo de cerrar un ciclo, hazlo con el corazón abierto y la mirada fija en el horizonte. Hazlo sabiendo que cada final es un nuevo comienzo, que cada puerta que se cierra abre un universo de posibilidades. La vida es un viaje de transformación constante, y cada ciclo que cerramos nos lleva un paso más cerca de nuestro verdadero destino.

Reflexiona: ¿Qué ciclos en tu vida necesitan cerrarse? Y cuando al fin te encuentres en ese lugar silencioso, donde las lágrimas se entrelazan con el alivio, comprenderás que cada final es también un acto de amor. Un amor tan profundo que, aunque duela, te libera. En ese momento, en medio de la tristeza, sabrás que soltar no es abandonar, sino honrar lo vivido con la valentía de seguir adelante. El amor verdadero no se aferra; deja ir. Deja ir para que la vida fluya, para que tú crezcas, y para que lo que te espera pueda encontrarte. Y en ese encuentro, cuando las sombras del pasado se desvanezcan, experimentarás una paz tan pura que, por primera vez, te verás en toda tu plenitud, abrazando el futuro con una fuerza renovada y un espíritu inquebrantable.

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