La semana pasada el Pleno de la Suprema Corte debatió sobre la constitucionalidad de diversos artículos del Código Penal del Estado de Coahuila que criminalizan la interrupción voluntaria del embarazo, declarando inválido el numeral 196 que imponía una pena de prisión “a la mujer que voluntariamente practique su aborto o a la persona que la hiciere abortar con el consentimiento de aquella”.
Es un tema que —sin lugar a duda— polariza a distintos sectores de la sociedad; genera profundos cuestionamientos y opiniones en el orden social y jurídico que requerían de una respuesta contundente por parte del Tribunal Constitucional de la Nación.
Estoy convencida que son múltiples las circunstancias adversas —físicas, económicas, sociales, familiares— que orillan a una mujer a tomar una decisión tan difícil como la de interrumpir un embarazo; así también, que el problema no se soluciona con criminalizar a la mujer por hacerlo. La solución —como lo expuse en el debate— debe transitar, invariablemente, por la educación sexual.
En la actualidad, la práctica de abortos clandestinos es un grave problema de salud pública, ya que incontables mujeres mueren prematuramente en ellos y, otras tantas, sufren lesiones y daños irreversibles como esterilidad, afecciones cardiacas y circulatorias, infecciones y hemorragias, por la falta de las mínimas condiciones médicas; además, en su práctica, convergen profundas inequidades sociales, culturales y económicas, que flagelan con mayor intensidad a quienes se encuentran en condiciones de vulnerabilidad.
La Organización Mundial de la Salud señala que entre 2010 y 2014 cerca de 45% de los abortos en el mundo fueron peligrosos; también precisa que entre 4.7% y 13.2% de la mortalidad materna anual puede atribuirse a los abortos peligrosos. La cifra más dramática: 7 millones de mujeres cada año son hospitalizadas a consecuencia de ello en los países en desarrollo.
En la actualidad, tras un largo camino, se han aprobado y suscrito instrumentos internacionales que reconocen los derechos sexuales y reproductivos de la mujer. En la recomendación general 35 del Comité para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), se establece: Las violaciones de la salud y los derechos sexuales y reproductivos de la mujer, como el aborto forzado, el embarazo forzado, la tipificación como delito del aborto, la denegación o la postergación del aborto sin riesgo y la atención posterior al aborto y el abuso y el maltrato de las mujeres y las niñas que buscan información sobre salud, bienes y servicios sexuales y reproductivos, son formas de violencia por razón de género que pueden constituir tortura o trato cruel, inhumano o degradante.
En el mismo sentido, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas, ha sostenido que la penalización del aborto socava la autonomía y el derecho a la igualdad y la no discriminación en el pleno disfrute del derecho a la salud sexual y reproductiva de la mujer.
Derechos que reconoce nuestra Constitución en los artículos 1º y 4º, al establecer que “toda persona tiene derecho a decidir de manera libre, responsable e informada sobre el número y el espaciamiento de sus hijos”.
La libertad es la base de nuestro sistema jurídico y como tal, debemos privilegiarla. En tal sentido, una política legislativa prohibicionista, que no ha evitado la práctica de abortos, está lejos de ser una solución efectiva. Así se pronunció la Corte y no como promotora de una conducta en particular.
La solución ante un problema tan complejo como el aborto no está en la prohibición, sino en la educación y la concientización. Dejemos que la historia juzgue la determinación que la Suprema Corte adoptó y fortalezcámosla desde la visión libertaria que nos ha distinguido entre las naciones del orbe.
Ministra de la SCJN