Desde 1924, el 30 de abril celebramos el Día de la Niñez, fecha en que México ratificó la Declaración de Ginebra sobre los Derechos de los Niños, cuyo objetivo principal era la protección de los menores para gozar de una infancia plena.
La niñez en México, lejos de crecer en un entorno que les provea la satisfacción de sus necesidades básicas —alimentación, vivienda, salud, familia con lazos afectivos, educación y sano esparcimiento— que son elementos esenciales para su desarrollo, son víctimas de explotación sexual y laboral, así como otros muchos abusos que surgen —en muchos casos— desde el hogar.
La Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (2016), señala que entre las adolescentes de 15 a 18 años, el 26% declaró haber sufrido violencia física, emocional o sexual, durante la niñez.
La Encuesta Nacional de Niños, Niñas y Mujeres (2015), arroja datos alarmantes sobre los métodos disciplinarios imperantes en su educación: en más del 60% de infantes de 1 a 4 años se emplean formas de disciplina violenta; más del 40% padecen maltrato físico, pero son aquellos de 2 a 4 años quienes reciben más castigos físicos. Los niños reciben castigos físicos severos en mayor medida que las niñas, 7.3% y 4.6%, respectivamente; en cambio, las niñas reciben más agresión psicológica.
Las estadísticas de mortalidad del INEGI indican que en 2019 se registraron 2,912 muertes violentas de personas menores de edad (81.3% hombres y 18.7% mujeres), esto es, un promedio de 7.9 muertes por día, cifra que no dista mucho del promedio de las muertes violentas de mujeres en ese año, que fue de 10.44.
La Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional de Seguridad Pública reporta que de 2007 a abril del 2018, un total de 9,358 menores fueron objeto de desaparición, sin que a la fecha se tenga noticia de su paradero.
Otros datos, igual de estremecedores, dan cuenta que México genera más de 60% de la producción global de pornografía infantil, que 70 mil menores son víctimas de explotación sexual y que su reclutamiento para ser usados como “halcones”, “mulas”, sicarios o secuestradores, es cada vez más común en algunos estados del país.
Y podríamos continuar: trabajo infantil, embarazo de adolescentes, abandono y otras problemáticas. Todas conductas deleznables, que vulneran su integridad física y emocional, que dejan huella indeleble y pueden llegar a truncar las posibilidades de una vida en plenitud o, incluso, cegarla. Eso sin contar que, cada vez más, se consolidan ciudadanos con anomia y resentimiento para con la sociedad, a la que, inconscientemente, acusan de abandonarlos a su suerte.
Durante la pandemia todos esos fenómenos se han profundizado y acrecentado. En el hogar, los infantes son víctimas de maltrato, violencia y abuso; se ven impedidos de asistir a la escuela, donde refuerzan el desarrollo de su personalidad y los vínculos de pertenencia a una colectividad. Aunado a ello, las posibilidades de esparcimiento y el sentimiento de libertad también se ven restringidos.
Ninguna sociedad civilizada puede permanecer indiferente y tolerante ante estos actos inhumanos sobre personas que por su minoría de edad son más vulnerables. Es indispensable a enfatizar los esfuerzos gubernamentales por garantizar un adecuado desarrollo para los infantes.
Es cierto que se han adoptado medidas de diversa índole, pero los datos expuestos revelan que —por decir lo menos— son insuficientes. Es urgente y una prioridad para la sociedad y las autoridades atender desde su raíz estos hechos que rebasan la mayor crueldad y que a la larga no solo cancelan el futuro de una persona, sino que afectan a la sociedad entera.
Aunque suene trillado, las niñas y niños representan el futuro México. De cómo crezcan y se desarrollen dependerá que nuestro país sea una nación esplendorosa o una acre referencia a la inhumanidad.
Ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.