En pleno siglo XXI el matrimonio y las uniones infantiles, tempranas y forzadas, continúan siendo el destino de miles de niñas y adolescentes en todo el mundo, a quienes se les arrebata la posibilidad de disfrutar a plenitud de una infancia y adolescencia sanas, con severas consecuencias.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (ENADID) 2018, en México, de las 5.5 millones de adolescentes, 14.7% se encontraba casada o unida (13.1% en unión libre y 1.6% en matrimonio civil o religioso), esto es, alrededor de 807 mil mujeres adolescentes vivían en pareja; 31.2% de las mujeres habitantes de comunidades rurales se unieron o casaron antes de los 18 años, mientras que 17% habitaba en zonas urbanas, y las niñas y adolescentes hablantes de lengua indígena y menores de 15 años tienen casi un doble de posibilidades de ingresar a una unión o un matrimonio temprano o forzado que las no hablantes de lengua indígena (8.2% frente a 3.4%).
Los anteriores datos son extraídos de las respuestas aportadas por nuestro país para la elaboración del Informe Hemisférico sobre matrimonios y uniones infantiles, tempranas y forzadas, en los Estados Parte de la Convención de Belém do Pará, que incluye a los 35 países que conforman la Organización de los Estados Americanos —entre los que se encuentra México—, aprobado por el Comité de Expertas del Mecanismo de Seguimiento de la Convención (MESECVI) que recientemente fue presentado en el Instituto Belisario Domínguez del Senado de la República.
Según expuso Marcela Huaita Alegre, presidenta del Comité de Expertas, la escasa información disponible deja de manifiesto que este tipo de matrimonios y uniones son una práctica generalizada, recurrente y silenciada que históricamente ha sido un tema olvidado y normalizado en América Latina y el Caribe. Destaca que esta región es la única en el mundo donde no se ha registrado una disminución de matrimonios infantiles desde hace más de 25 años, lo que indica que estas prácticas tienen su base en una profunda violencia histórica y estructural, así como en un conjunto de normas y estereotipos de género que interactúan entre sí para colocar a las mujeres, niñas y adolescentes en posición subordinada a los hombres, condenando su desarrollo al ámbito doméstico y limitando su participación en la vida económica, política y social.
En el informe se abunda sobre las causas y consecuencias de estos matrimonios y uniones. Precisa que las niñas y adolescentes de los hogares más pobres y marginados, en áreas rurales y pertenecientes a comunidades indígenas y afrodescendientes, que viven en contextos de violencia familiar y comunitaria, son quienes enfrentan un mayor riesgo de quedar atrapadas en este tipo de matrimonios o uniones, con impactos severos en diversos ámbitos de su desarrollo psicosocial, en su autonomía física y económica y, en general, en su salud y planes de vida que, en su mayoría, se ven truncos por embarazos precoces y condiciones de violencia física y emocional reiterados.
Esta es la desgarradora realidad para niñas y adolescentes en nuestro país, víctimas —muchas de ellas— de prácticas basadas en tradiciones, usos y costumbres en los que se justifica su venta con fines de matrimonio forzado, como se ha documentado que ocurre en el estado de Guerrero.
Es por ello –como lo apunta el Informe– que es necesario garantizar el acceso a la educación como uno de los mecanismos más efectivos para erradicar estas prácticas deleznables; adoptar enfoques transformadores que eliminen las normas y roles de género, al tiempo que se promueva el trabajo conjunto con niños, adolescentes y hombres para que cuestionen sus privilegios, con lo que se geste la igualdad efectiva y se construyan nuevas masculinidades.
Estas son tareas que —como sociedad— debemos asumir, por nuestras niñas y adolescentes, para que vivan a plenitud cada etapa de su vida.
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