El próximo 8 de marzo conmemoraremos el Día Internacional de la Mujer, en el que reivindicamos nuestros derechos a ser tratadas y a participar en igualdad de condiciones con los hombres en los ámbitos públicos y privados. Aunque los avances están a la vista, aún persisten múltiples barreras que impiden alcanzar una representación paritaria en los órganos de decisión.
Nuestra Constitución prevé el derecho a la igualdad entre hombres y mujeres, así como el derecho a ser electa popularmente en condiciones de paridad. Asimismo, dispone el correspondiente mandato de paridad género en la postulación de candidaturas a todos los cargos de elección popular, en las secretarías de despacho del Poder Ejecutivo Federal y de las entidades federativas, así como en los organismos autónomos e, incluso, para la asignación de diputados y senadores por el principio de representación proporcional, y en los órganos jurisdiccionales del Poder Judicial de la Federación. Sin embargo, la presencia de mujeres en posiciones de poder sigue siendo muy desigual. Como un botón de muestra, apenas hace un par de meses se incorporó en la Suprema Corte, por primera vez desde la reforma judicial de 1994, la cuarta ministra de un total de once integrantes.
De esta manera, nuestra Constitución busca transformar la realidad social existente y no es neutral ante la injusticia y la violación del derecho a la igualdad de las mujeres, cuya presencia en los espacios de decisión dista de esa mitad de la población que conforman. Un mandato constitucional tan amplio y ambicioso de transformación social no es común en las constituciones del mundo, por lo que el reto actual es hacerlo realidad.
¿Qué razones justifican estos derechos y mandatos constitucionales? Me remito solo a cuatro de ellas. La primera está basada en el hecho visible de la conformación de la población. Si las mujeres en México somos poco más de la mitad de la población (52%), por lo menos debemos ocupar la mitad de las posiciones de poder, a nivel municipal, por ejemplo, en 2020 por cada 3 hombres había una mujer presidiendo las administraciones públicas. Uno de los valores que sustentan un sistema democrático es, precisamente, la igualdad política, que se traduce en el impacto en la toma de decisiones, que va desde la fijación de los temas de la agenda pública hasta la adopción de políticas públicas. Esta igualdad no puede darse si las mujeres no participamos de ese debate de forma equitativa y visible.
La segunda razón está íntimamente vinculada con la primera, pues sin igualdad entre hombres y mujeres la legitimidad del sistema político se ve mermada. Por ello nuestra Constitución nos reconoce este derecho y ordena que los órganos colegiados desde los que se gobierna, se crea y se aplica el Derecho, estén conformados de manera paritaria.
Una tercera es que la igualdad entre mujeres y hombres en los espacios de toma de decisiones conlleva una fuerte carga simbólica, pues al vernos ahí, presentes, las mujeres, adolescentes y niñas, se percatarán que pueden aspirar a ellos, porque también nos pertenecen. Que no somos espectadoras que miran desde la galería; que no estamos dispuestas a abstraernos del debate nacional y que tenemos mucho que aportar al desarrollo de la vida nacional.
Finalmente, la cuarta, hay experiencias que las mujeres vivimos de una manera distinta a los hombres, que deben ser consideradas y que nos corresponde a nosotras expresar y hacer valer, como la violencia y el miedo que las mujeres experimentan cotidianamente en el hogar o en las calles ante la mirada tolerante de la sociedad.
Estas razones son las que me han llevado a comprometerme con la lucha por la igualdad de género, por la reivindicación de los derechos de mujeres y niñas y para impulsar su arribo a estos espacios tan importantes para cambiar la realidad social. Espacios que, no se olvide, también son nuestros.
Ministra de la SCJN.