“Suele decirse que nadie conoce realmente cómo es una nación hasta haber estado en una de sus cárceles. Una nación no debe juzgarse por cómo trata a sus ciudadanos con mejor posición, sino por cómo trata a los que tienen poco o nada.” Este pensamiento, escrito por Nelson Mandela, resonó en mi mente mientras escuchaba que, en Zacatecas, una mujer fue abusada sexualmente, después de haber sido recluida en un centro penitenciario varonil.

Ingresó el 22 de agosto de 2018 a la cárcel distrital de Calera, en el estado de Zacatecas. Un juez habría decretado una medida cautelar para que fuera llevada a un centro penitenciario para hombres, en tanto concluía su proceso penal. A los 6 días, una psicóloga recomendó trasladarla a otro centro, dado que el lugar no era apto para ella, al ser la única mujer privada de su libertad en todo el establecimiento. Nadie hizo caso.

Sin bastar la falta de sentido común por parte de quienes, de inicio, la recibieron abriendo la puerta, nada se hizo para garantizar su integridad, asegurarle la vigilancia y la custodia adecuada. 27 días transcurrieron mientras ella se convertía en una víctima más de la cultura de la violencia, el machismo, la misoginia, la indiferencia. Un comandante del mismo centro penitenciario –advirtiéndole su potestad para autorizar o negarle su acceso a una llamada telefónica, a recibir alimentos o intervenir en su proceso penal- violentó y abusó sexualmente de ella en, al menos, seis ocasiones.

El 14 de septiembre de 2018, en una audiencia, accedió atemorizada a ser trasladada al Penal Femenil de Cieneguillas. Su agresor la amenazó con abusar nuevamente de ella y matar a su compañero de celda, si no se desistía de esa solicitud. Salió de ahí el 17 de septiembre, día en el que se atrevió a contar lo que le sucedió. Como suele pasar en estos casos, siguió entonces la re victimización.

Con la vergüenza y el trauma después de lo vivido, tuvo que rendir su declaración una y otra vez, ante personal del sexo masculino. A eso, se sumaron las declaraciones del Secretario de Seguridad Pública del Estado, quien –con un evidente desconocimiento de la legislación penal, con prejuicios y estereotipos discriminatorios- se atrevió a decir públicamente que aquello no había sido propiamente una violación. Se reveló su nombre y el delito por el que se le acusa, recurriendo a la criminalización como si bastara para justificar la negligencia, la indolencia, el encubrimiento y la grave violación de derechos por parte de la autoridad.

Había pasado prácticamente un año y medio de eso, sin que existiera una sola consecuencia, hasta que salió a la luz pública. Al día de hoy, únicamente el director del penal y el de Reinserción Social han sido destituidos. El agresor se dio el lujo de renunciar un año atrás y, sin problemas, se convirtió en prófugo de la justicia.

En 2016, la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) advertía que en México el 66% de las mujeres de 15 años en adelante, había padecido alguna forma de violencia. 41% había sido víctima de violencia sexual y 34% de violencia física.

Tres años después, estas víctimas solo se multiplican. En las calles, en las escuelas, en los espacios laborales, en los hogares, las mujeres siguen siendo víctimas de la violencia sistémica y de la lacerante impunidad que nos caracteriza como nación. Quizás Mandela tenía razón, porque si volteamos a ver nuestras cárceles es precisamente ese, el estado de nuestro Estado.

Algunos comentarios en redes sociales celebrando que algo así hubiera sucedido “porque si está acusada de secuestro, se lo merecía”, confirman lo mucho que no entienden que hace falta por entender. Porque ni dónde estaba, ni cómo vestía, ni por qué delito se le acusó, justificará jamás a un Estado que -como a tantas otras mujeres y niñas- no protegió, mal trató, les falló.

@wenbalcazar

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