En los últimos días, una serie de hechos ha vuelto a poner el foco de la agenda pública en la vigencia de un sistema de opresión, basado en la racialización y la concepción de inferioridad de ciertas características físicas, que históricamente han impuesto cargas a las personas, determinando lo que pueden reclamar y hasta dónde se les permite llegar en una sociedad.
Quienes, durante años, han padecido el sistema y han luchado para acabar con las reglas de la desigualdad asociada al color de piel, al género, al origen étnico o a la lengua, han venido a recordarnos que el debate debe ser permanente, no coyuntural; y que el racismo y la discriminación en México no está a discusión, es una realidad.
Una realidad de la que no suelen existir videos virales, quizás porque quienes gozan o gozamos de los privilegios hemos optado por la indiferencia, mientras nos cuestionamos por qué se agrava la violencia y la desigualdad extrema, sin poder reconocer que son síntomas de nuestra propia enfermedad.
Diversos estudios de movilidad social han dado cuenta de cómo tener la piel más obscura, ser mujer, indígena o afrodescendiente predetermina las oportunidades en materia de educación, ingreso, salud, empleo y acceso a la justicia. El 70% de la población indígena se encuentra en pobreza, 8.5% apenas llegó a la educación superior, sólo 10% ha logrado tener un trabajo formal o ser empleador.[1]
Para este grupo de la población, salir de la marginación no es una cuestión de trabajo duro o de esfuerzo propio. Una mujer indígena que nace pobre está condenada a vivir una vida llena de dificultades, porque “para ella no hay ascensor social que funcione a lo largo de su propio ciclo vital y tampoco existe uno que dé servicio entre generaciones.”[2]
En esa enorme vulnerabilidad, el crimen organizado se ha presentado como la única puerta de salida. En lugar de optar por atender la raíz del problema, la autoridad ha solido criminalizar a aquellas personas sometidas a una vida condenada a la pobreza, enfrentándolas al racismo institucional que ha permitido procesar por delitos penales a integrantes de la población indígena, sin darles acceso a un intérprete o un traductor que les permita entender el juicio al que se enfrentan.
Frente a ello, el reclamo ha sido resarcir las desventajas, reconocer la deuda acumulada que se tiene con quienes históricamente han sido discriminados y estigmatizados por sus características fenotípicas o el lugar en el que nacieron.
La Ley de Amnistía se ha concebido como un primer paso para empezar a reparar esas heridas, porque si en algún lugar hay una muestra clara de indolencia con respecto a la marginación social, es en las cárceles mexicanas.
57 días después de haber sido publicada la Ley, quedó creada la Comisión que estará encargada de vigilar su cumplimiento. En manos de las autoridades que la integran estará diseñar el procedimiento para recibir y revisar las solicitudes, mediante las cuales muchas mujeres y personas pertenecientes a comunidades indígenas buscarán acceder a la justicia.
En manos de esas mismas autoridades estará la responsabilidad de acompañar estas acciones de una estrategia integral de reinserción social, para evitar que las prácticas discriminatorias de las que fueron objeto estas personas no se repitan.
Sabemos que la tarea no es sencilla. Que esta acción por sí sola tampoco basta. Faltará la implementación de una serie de políticas públicas, y el rol fundamental que en lo individual y como sociedad tenemos para desarticular prácticas racistas, clasistas y machistas. Ya es momento de ver una historia y una narrativa distinta, porque como dijo alguna vez Oscar Wilde, el único deber que tenemos los seres humanos con la historia es reescribirla.
@wenbalcazar
[1] Solis, P., Guemez, B., & Lorenzo, V., (2019). Por mi raza hablará la desigualdad. OXFAM, México.
[2] Ricardo Raphael, (2014). Mirreynato: la otra desigualdad. Ed. Planeta. México.