Desde el 27 de febrero, cuando fue detectado el primer caso de COVID-19 en México, sabíamos que existirían sectores de la población que, frente a la propagación del virus, correrían mayor riesgo. Entre ellos, destacaba la vulnerabilidad de las personas privadas de la libertad, por las deficiencias estructurales de las cárceles que implicaban una amenaza a la prevención y a la respuesta rápida y eficaz ante esta enfermedad.

Por esa razón, desde los primeros casos confirmados, organizaciones internacionales y de la sociedad civil advirtieron la trascendencia de tomar todas las medidas de salud pública pertinentes, para reducir el riesgo de contagio. Se hizo énfasis en la importancia de establecer un sistema de coordinación entre autoridades penitenciarias, operadores del sistema de justicia y la autoridad sanitaria; e implementar protocolos que atendieran la realidad de sobrepoblación, hacinamiento y autogobierno que alcanza a la mayoría de las cárceles en México.

Conscientes que la falta de acceso de insumos necesarios y servicios médicos para garantizar condiciones de higiene y aseo personal eran condiciones previas a la declaratoria de emergencia sanitaria, se subrayó la relevancia de atender estas carencias para prevenir la entrada y la propagación del virus.

Se insistió, sobretodo, que al ser el hacinamiento una de las causas más importantes para contraer la enfermedad, era indispensable despresurizar las cárceles. Por un lado, optando por la prisión preventiva únicamente como medida de último recurso y, por otro, mediante la posibilidad de poner en libertad a la población más vulnerable, personas mayores o con padecimientos preexistentes, así como a quienes no suponen un riesgo para la seguridad por haber sido condenados por delitos menores y no violentos, especialmente mujeres y niños que viven con ellas en la cárcel.

Desafortunadamente, a siete meses del primer diagnóstico, el número de pacientes y personas fallecidas dentro de las cárceles ha incrementado exponencialmente. Al 11 de agosto, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) reportaba 2,076 contagios confirmados y 185 decesos. A eso se suma el repunte de fallecimientos, a partir de mayo de este año, registrado en las cifras oficiales del Órgano Administrativo Desconcentrado de Prevención y Readaptación Social, en las que se omiten las causas de la muerte, pero se advierte que el COVID pudo haber sido un factor determinante.

Esto se explica porque, como da cuenta el Informe Especial COVID-19 en los centros penitenciarios, emitido recientemente por la CNDH, no se han atendido las problemáticas estructurales, siendo las principales fallas en la mayoría de las prisiones mexicanas: la omisión de aplicar pruebas para detectar la enfermedad; la falta de insumos y personal suficiente para responder a la epidemia; y el incumplimiento de la “sana distancia” dada la sobrepoblación y el hacinamiento.

Lejos de despresurizar las cárceles durante la pandemia, ha sucedido exactamente lo contrario. Mientras en febrero la población penitenciaria era de 203,393 personas en total, al cierre de julio son ya 211,999 personas privadas de su libertad. De ellas, 41.22% no cuentan siquiera con una sentencia. Frente a la grave alerta que han generado las cárceles, persiste la pregunta, ¿cómo pretende el sistema penitenciario combatir eficazmente el COVID-19, si no se toman las medidas necesarias?

Estamos lejos de tener controlada la pandemia en el país. Atender esta emergencia en las cárceles es urgente, porque implica atender el rezago histórico que presentan. De lo contrario, el peor escenario de la pandemia en el sistema penitenciario, será que esta situación se siga agravando, condenando a una posible sentencia de muerte a un gran número de personas privadas de la libertad.

@wenbalcazar

Google News

TEMAS RELACIONADOS